Es común que las personas se vuelvan incómodas para sus cercanos cuando van a terapia psicológica, si trabajan con cambios de conciencia profundos. Un portador de malestar suele llevar consigo, por ejemplo, mandatos familiares, y aunque su familia entera haya clamado que buscara ayuda, cuando la persona empieza a moverse de la posición que ha tenido, su movimiento incomoda porque es muy probable que rechace esos mandatos usualmente implícitos y a veces negados con los que ha vivido: mandatos que la familia querrá conservar. Es más o menos conocido que cuando las personas se recuperan del alcoholismo, y quieren asumir una nueva posición en la familia: molestan -por decir lo menos-.
Entonces, la persona enfrenta una decisión trascendental: satisface la necesidad de los que están alrededor, o la propia. Al menos en un primer momento, la experiencia se vive así; de algún modo es una emulación de lo que sucede en crisis vitales normales, como la de la adolescencia, cuando toca decidir si "satisfago las expectativas de mis padres o las mías". Aunque mis expectativas y las de ellos (las mías y las de los otros) sean materialmente equivalentes, la decisión de optar por las propias es fundamental para la constitución de la identidad adulta. Elegir mi supervivencia física, psíquica, emocional, va a seguir siendo indispensable toda la vida, para la salud mental y el bienestar.
Por eso, cuando por ejemplo, un hombre casado que está siendo infiel es descubierto y termina su romance anteponiendo a su deseo, la culpa, la responsabilidad o similares, es probable que se quede con una herida que le va a pesar toda la vida -o hasta que encuentre el modo de afirmarse a sí mismo-. No estoy diciendo que haya que dar rienda suelta a los deseos; estoy diciendo que cuando hay que cambiar una dirección por la que estamos caminando, si la decisión no es en primer lugar "para mí", me va a hacer mal. Es común -sobre todo entre mujeres- que se postergue o se deje de lado la satisfacción de una necesidad, en favor de personas que necesitan cuidado, como un hijo pequeño, un padre anciano o un enfermo; si es con la conciencia de que lo hago realizándome en el amor -dejándome existir con ese amor-, no habrá un pesar de sacrificio; si es porque el otro me oprime con su necesidad, puedo sentirme anulada y enfermar (cursar con depresión, por ejemplo).
Se vale elegirse a una misma. Si se practica con frecuencia, molestará tanto a quien quiere que le elija por encima de mí -sobre todo si supone que tiene derecho a ello-, como a quien no se está eligiendo, y percibe mi propia consecución como amenazante -amenazante para su idea de que no tiene opción, por ejemplo-. Es común que los hombres pretendan lo primero, y que a las mujeres les ocurra lo segundo.
Silvia Parque