Milésimas de segundos, insignificantes unidades de medidas que pueden cambiar el transcurso de una vida. La velocidad no lo es todo, se necesita precisión, saber acompasar cada uno de los movimientos con el gesto adecuado. Como en la natación rítmica, la composición debe ser sincrónica, simplemente perfecta. La presión sube por momentos, sabes que cualquier fallo puede enviar todo el trabajo de miles de personas a la más de las inmundas basuras.
Pero sin embargo, me gusta, por una extraña sensación noto que me siento vivo, en cada una de las pequeñas acciones que debo acometer para alcanzar mi objetivo. Un trabajo en equipo perfecto que depende más que nunca de las pequeñas individualidades, de las manos de cada uno de nosotros. De los reflejos, de la agilidad, de la intuición, todo para rascar pequeños esbozos de tiempo, insignificantes para el día a día pero cruciales en una competición.
Ha llegado el momento, todo está listo y no podemos hacer más que salir corriendo y empezar a preparar toda la maquinaria para poder acometer nuestro objetivo. Debemos ser los mejores, para eso se han hecho grandes esfuerzos. Debo ser el más rápido, el que mejor realice su trabajo y todo con el fin de ganar. Sólo vale ganar, aunque la competición es reñida, pocos son los elegidos hacia la gloria. De alcanzarla te embriagas en la sensación de euforia, te abraza y deseas no soltarla jamás.
Pero para ello, debo darme prisa – nunca mejor dicho – debo estar atento a todas las indicaciones, a cada movimiento a cada imprevisto. No hay nada dejado al azar, al menos esperamos eso, todo está mimetizado, calculado, preparado y provisto para el éxito. Un grupo humano que se lanza a la gran competición sólo para desafiar al Dios Chronos, que impasible se sienta a ver como unas criaturas se pelean para romper poco a poco los límites establecidos.
Una carrera, un total de veinticuatro hombres con sus veinticuatro coches, una alegoría al Coliseo Romano, donde los gladiadores son pilotos y sus armas unos bólidos que rugen cuan leones enfurecidos. El gentío grita con la misma intensidad que antaño, aunque ahora ya no se ven chocar las espadas, sino que es el espectáculo de la rueda contra la rueda. ¡Adrenalina! Es quizás una de las drogas más peligrosas de mi trabajo, la noto fluir poco a poco mientras hago todos los preparativos.
No nos podemos olvidar de ningún detalle, debemos estar listos para cualquier imprevisto ya que nunca se sabe y las decisiones deben ser tomadas bajo un plan de suposiciones. Todos dependen de mí, y yo dependo de todos. Un presión que se hace habitual en cada gesto que se realiza para llegar al objetivo, nervios que desparecen y vuelven. Que vienen y van, que se transfieren a otros o que simplemente se queda ahí hasta final de carrera, fieles a su cita.
Llega mi momento, todo está dispuesto, y no puedo fallar. Todos me miran, todos están pendientes de mi y no tengo otra salida que la del éxito. De no ser así, perderemos y por lo tanto me señalaran. ¡Corre! Me dice mi mente, ¡vuela! Hacia el objetivo, necesitas rascar más tiempo al maldito cronómetro, ser eficaz al 120%, ser exacto, saber en cada momento que es lo que tienes que hacer, ¡corre! Mi corazón me empuja hacia adelante, sin darme la posibilidad de tomar un receso.
Salgo hecho una exhalación, ha llegado mi momento, lo sé por el bullicio de la gente, las miradas que se clavan en la nuca mientras uno intenta cerrar los ojos para imaginar aquello que deberá hacer antes de empezar. Segundos, eso es lo que tengo, segundos, así que no hay cabida al error. Un gesto me debe conducir al otro y sin mayor dilación dejarlo todo en manos de los demás.
Debo aflojar la maldita tuerca, cambiar esa desgastada rueda, y volver a apretar. ¡Sencillo! Pero mis manos son de mantequilla y me necesito relajar, mi equipo ha confiado en mí, tras años de preparación ha confiado en mí y sólo debo saber cambiar cuanto más rápido posible esa maldita rueda. ¡El de la tuerca! no quiero ser conocido como tal, otros ya lo han sufrido y han pasado a un plano marginal. Llega el coche, ya está todo listo, ahora me toca: “¡Afloja! ¡Cambia! ¡Aprieta! ¡Y listo! Puff, tampoco se me ha dado tan mal”