Sin embargo, las historias eran diferentes: cobraban vida al contarlas. Sin una voz humana que las leyera en voz alta o un par de ojos bien abiertos que las siguieran a la luz de una linterna bajo la manta, no tenían una existencia real en nuestro mundo. Eran como semillas en el pico de un pájaro, esperando caer en la tierra, o como las notas de una canción escrita en una partitura, deseando que un instrumento las convirtiese en música. Yacían dormidas, a la espera de una oportunidad para despertarse. Cuando una persona empezaba a leerlas, podían empezar a cambiar, podían echar raíces en la imaginación y transformar al lector. La madre de David le susurraba al oído que las historias querían que alguien las leyese, que lo necesitaban, porque era lo que las hacía salir de su mundo para entrar en el nuestro: querían que les diésemos vida.
***
... y qué vida tan intensa. John Connolly hace en El libro de las cosas perdidas lo que otros muchos antes que él (y otros tantos después): coger las historias tradicionales para reescribirlas, reinterpretarlas, reinventarlas. Y no sé si los niños disfrutarán con estas nuevas versiones, pero yo... yo estoy disfrutando de lo lindo con estas historias oscuras, densas, macabras... en las que no todo se dice... ni falta que hace.