Revista Literatura

Ser o no ser Atticus Finch.

Publicado el 21 febrero 2019 por Marga @MdCala

Había oído hablar mucho y muy bien de “Matar a un ruiseñor”, la película de Robert Mulligan, basada en la única novela publicada (hasta 2015) de Harper Lee. Ayer tuve la oportunidad de verla en ese canal para minorías peculiares que es la 2 de TVE, y mi impresión final -como casi siempre- no coincidió con la de ese público entregado que le otorgaba un notable de media en Filmafinitty, o la de esos jurados que le concedieron, en su día, tres “Oscars” y tres Globos de Oro, entre otros premios. ¡Y mira que me gustan Gregory Peck, un juicio, y un cine clásico!

Ser o no ser Atticus Finch.

Cuestiones cinéfilo/argumentales aparte (a la niña no me la creo en absoluto), el quid de la película es aterrador (¡atención: destripe!), pues condena al inocente, y salva -en repetidas ocasiones- al culpable hasta su final. Hará falta un hombre con discapacidad intelectual para que se imparta la debida justicia (oído mensaje). El protagonista, Atticus Finch, es un prohombre en exceso instruido por las enseñanzas de Dale Carnegie, lo supiera él o no. Toda la película es una demostración clara de su doctrina/estrategia para “ganar amigos e influir sobre las personas”.

En un principio encontré al abogado defensor elegante, pacífico, inteligente, en extremo educado, noble y justo (además de guapo y maravilloso). Conforme pasaban los minutos lo avisté cobarde, buenista, fanático en su hiperprudencia y autocontrol, e irresponsable para con sus propios hijos, de los cuales el mayor paga el pato de tener un padre tan diplomático.

Y esa es la cuestión, que se diría: ser o no ser Atticus. Ser o no ser como él. Por momentos creo que sí, y muchos otros creo que no. ¿Callar y tragar siempre, por no discutir, así te toquen lo más vital? ¿Utilizar el puño en la mesa para establecer los justos límites, a fin de que la cautela no se transforme en cobardía? He ahí el debate, y mi debate.

Tras ver la escena durante la cual a mi querido Gregory le escupen en la cara, (con todo lo que ya lleva soportado) no reacciona y se limita a quitarse el esputo con su propio pañuelo (callando y otorgando), estuve a punto de cambiar de canal. Para mí fue un error de base: evitó el enfrentamiento (dos no pelean si uno no quiere) en ese instante, pero no consiguió sino “agraviar” aún más al bucéfalo en cuestión, que se inflamó hasta el punto de encenderse cual pira funeraria, e intentó la impedida venganza con el hijo del buenista. La inacción de Finch termina con su hijo mayor fracturado e inconsciente en una cama. El borracho abusón muere finalmente, pero a manos de quien no posee tanto intelecto/estrategia como para tergiversar la realidad en pos de una paz inviable. Las cosas son como son, no como deberían ser. A veces, pensar simple es pensar correcto.

Y la pelea a nadie le gusta (salvo al belicista nato), pero en tristes ocasiones se vuelve sencillamente ineludible. A no ser que decidas inmolarte como Atticus Finch, creas de forma obcecada en dioses o justicias divinas, y priorices la paloma de la paz sobre todo y sobre todos. Tus hijos incluidos.

Ser o no ser Atticus Finch... En mi opinión, la teoría de la necesidad del “todos como él”, la rebate la práctica de la obvia naturaleza del ser humano. Esto es: bondad, sí y siempre. Buenismo, no y nunca.

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