Llegué cansadísimo. Sin embargo, subí corriendo las escaleras como un gato, dando brincos cada dos gradas. Una vez en mi cuarto deshice el nudo de la corbata y la tiré hacia la silla. Luego desabotoné mi camisa percudida por el monóxido de carbono, el polvo de las calles, mi cuerpo sudoroso. Mi camisa era blanca cuando limpia y recién planchadita, pero sucia como estaba su blancura anterior parecía inverosímil.
Me quedé con medio cuerpo desnudo. No llevo bivirí porque es incómodo, me hace sentir que estoy usando sostén. Ahora paso a sacarme el pantalón. Lo desabotono metiendo un poco la panza. Me bajo el cierre. Doy un brinco hacia fuera de la prenda y listo. Me quito las medias, una por una, con destreza. Uso mi pantalón de envoltorio y deposito allí mis medias. Falta el calzoncillo. No demoro en despojarlo de mi cuerpo. Después, lanzo el bulto de ropa encima de la silla junto a la corbata.
Por fin estoy desnudo.
Qué condena, digo al admirar mi humanidad en el espejo de cuerpo entero del closet, vendrán mejores épocas. Las ventanas están abiertas y la vecina del frente me está viendo de nuevo. Siempre me está mirando. A lo mejor, Patricia, mi vecinita, está enamorada de mí.
- No, no es así, Martín –me aclaró mi psicóloga el martes pasado–. Sólo es sex appeal.