Miré con furia el coche parado en el arcén de aquella carretera desierta y maldije mi suerte. Basta que alguien quiera huir para que las cosas se pongan en su contra, y el viejo coche que heredó, se joda inexplicablemente. Por suerte, ya estaba lo bastante lejos como para que aquel hecho no dejara de ser una broma del destino y no se convirtiera en algo más grave. Sin embargo, la soledad de aquella carretera me hacía pensar que terminaría pasando el suficiente tiempo como para que dieran conmigo. Tenía dos opciones: seguir mi huida caminando o esperar ahí a que alguien llegara y se ofreciera a llevarme, cosa muy, pero que muy poco probable.
Elegí apostar por la escasa probabilidad. Jugármela. Encendí el primer cigarrillo, sabiendo que no sería el único que me iba a fumar durante mi arriesgada espera.
No lo había acabado aún cuando vislumbré un vehículo lo lejos. La última calada, la di cuando se detuvo frente a mí y la ventanilla se bajó:
―¿Necesitas que te lleve? ―dijo el conductor de esa camioneta casi más destartalada que el viejo coche al que yo estaba a punto de abandonar.
―Sí, gracias.
Aposté por la escasa probabilidad que había de que alguien pasara por una carretera desierta una tarde abrasadora de julio. Y gané. Sin embargo, ingenua de mí, no me di cuenta de que el hecho de que un coche apareciera tan sólo diez minutos después de ponerme a esperar, no era un golpe de suerte, sino algo mucho más sencillo: la camioneta en la que acababa de montarme y, sobre todo, el chico que la conducía, llevaban persiguiéndome desde el minuto 1 de mi huida.