Leyendo a Wittgenstein me pasa lo mismo lo que a una alumna de Borges, cuando confesó al maestro de que Shakespeare le aburría, a lo que Borges le respondió: “Tal vez Shakespeare todavía no escribió nada para vos. A lo mejor dentro de cinco años lo hace”. Tal cual, la misma sensación farragosa me invade cada vez que intento abordar el “Tractatus logico-philosophicus”, su obra más ambiciosa que según dicen, escribió cuando apenas sobrepasaba los veinte años. Mierda, a esa edad, yo todavía cavilaba en la esfericidad de un balón o en las teorías de cómo abordar a una chica.
Se han escrito tantas biografías sobre este genio inescrutable, y su vida solitaria provoca tanta fascinación entre legos y académicos, disputando incluso el interés sobre otros filósofos contemporáneos más mediáticos y controvertidos como Nietzsche y Heidegger. En verdad, la historia de su vida y la de su familia es por lo menos terriblemente morbosa: hijo de una familia aristocrática de Viena, asquerosamente rica y numerosa como acostumbraban los de esa condición. Vidas desgraciadas, como el suicidio de sus tres hermanos mayores antes de que estos cumplieran los treinta. Su hermano sobreviviente que perdió un brazo en la Primera Guerra. Detalles que sin duda, dan para que corran muchos ríos de tinta. Al ver su retrato y el del filósofo danés Kierkegaard -quizás los retratos más angustiosos de la literatura que haya visto-me convenzo de que el pensamiento es una actividad heroica, de sacrificio, de entrega permanente, aun a riesgo de la salud. De él puede decirse que era un filósofo profesional, no porque haya sido un pensador remunerado, sino por aquello de que sus alumnos de la universidad de Cambridge aparentemente dijeron: “hasta ahora nunca habíamos visto pensar a un hombre”, a consecuencia de su retiro a la soledad de una cabaña, alejado del mundo académico. A muchos nos cuesta creer que un hombre haya sido capaz de despreciar tanto dinero (cientos de millones que le correspondía), para entregarse a una tarea fatigante y aislada en vez de dilapidar su fortuna y “vivir la vida” como el resto de los mortales. Y lo más inaudito, nunca hacer uso de una condición privilegiada como el estatus social y por el contrario elegir la pobreza y el autoexilio como modo de vida: soldado raso, enfermero, jardinero, etc., como huyendo de sí mismo, de su sombra.Cualquiera diría que su vida fue traumática y desdichada, pero después de leer: “Dígales que mi vida ha sido maravillosa” pronunciada en su lecho de muerte, no queda más que aceptar que él fue feliz de algún modo, a su manera, sin arrogancias, sin buscar el reconocimiento y la fama que tantos persiguen hoy. ..¿Quién entiende a los hombres que trascienden a pesar de sí mismos? Ni modo, hasta entonces habrá que aceptar aquello de que “sobre lo que no podemos hablar debemos guardar silencio”, digno colofón de su genialidad.Este post es resultado de una larga semana de aburrimiento, de esos momentos en que uno se imagina estar sentado frente a una chimenea, embobado con el crepitar del fuego, mientras no tenemos noción del tiempo. Así que, hágase a la idea de que esto fue escrito en papel y después de darle una pasada tírelo al cesto de la basura. Lo hice breve adrede para no cargarle con mi fatiga y, si le hice perder el tiempo, le ruego me disculpe.