Revista Literatura

Siempre la misma canción

Publicado el 24 octubre 2012 por Gasolinero

Don Autresigilo no estaba loco. Ni mucho menos. Estuvo encerrado en un manicomio, pero un servidor de ustedes pondría la mano en el fuego por su cordura. No estaba loco, insisto, pero no le habría faltado ningún motivo para estarlo.

A Don Austresigilo lo metieron en la Atalaya —un sanatorio que había en nuestra menestral capital de provincia—, porque leía a Rabindranath Tagore en la cama. Su señora, —que fuese originaría de un pueblo de Cuenca, o a lo mejor de Albacete, anegado bajo las aguas de un pantano— se lo dijo a su hermana y ella al marido —que tuviese una tahona en la que calentaban el horno con gavillas de sarmientos—.

El panadero dedujo que su concuñado podría estar como un cencerro, o estarlo en unSiempre la misma canción futuro tal vez cercano leyendo a poetas indios, o hindúes y aplazando sus obligaciones de casado reciente por la lectura de la pieza diaria del barbado poeta. Reunió a las dos mujeres en la mesa camilla de la salita de la casa de don Autresigilo, aprovechando que éste había ido al mercado a comprar genero para la pequeña tienda que regentaba. La mesa tenía un hule con un mapa de España y Portugal grabado a color, dividido en provincias. Éstas estaban agrupadas en regiones con una línea roja, algo más gruesa y constrictiva, siguiendo la anterior clasificación, Castilla La Vieja: Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid y Palencia.

—Sonsoles, tu marido está loco o podrá estarlo. Lee prosa poética alambicada, empalagosa y cansina en lugar de dedicarse a arrimar barro. —el panadero tomó aire— Puede estar loco… o algo peor. Hay que encerrarlo antes de que esto vaya a más. Unas inyecciones, unas duchas frías y unos cuantos electrochoques, lo dejarán más suave que un guante.

—Ea, lo que tu digas.

El panadero era el rico de la familia y sus opiniones estaban revestidas de la autoridad e inteligencia que dan los billetes de mil, los plazos fijos y las escrituras en el  baúl.

Don Autrasegilo estuvo un trimestre en el sanatorio. A su vuelta cambió los versos del Premio Nobel por la lectura, mucho más edificante, de novelas realistas (y naturalistas, todo hay que decirlo) francesas. También se aplico a devorar libros de historia con prosa grandilocuente:

—Y cuando el astro del día apagaba en los mares de Occidente su cabellera de fuego, todos los soldados, de rodillas, entonaron el Tedeum…

Don Austresigilo nunca sintió rencor por su familia. Tampoco agradecimiento, no vayan ustedes a creer, tras su aspecto débil y anuente era un hombre con criterio. No obstante tuvo que soportar durante el resto de sus días las indicaciones de su esposa cuando se ponía al volante.

—Cuidado Austre, que viene un coche.

—Sí, Sonso.

Cuando a don Austre, digo, a don Austresigilo, le preguntaba algún bocarán nativo por su posible enfermedad mental, él siempre respondía lo mismo:

—Usted cree que yo estoy loco. Yo podría decirle que no lo estoy, pero no lo hago ¿para qué? ¿Para que usted dijese: «Eso es lo que dicen todos»? No señor, no. Esto es siempre la misma canción.


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