Siempre puede ser peor

Publicado el 30 agosto 2010 por Isladesanborondon
  
    Hacía ya algunas semanas que todas las mañanas era el mismo mendigo el que se apostaba a la puerta de su iglesia. El sacerdote, que por su profesión, se debe a todas las criaturas de Dios, sean éstos pobres o ricos, decidió preguntarle el motivo de su desgracia. El pobre, animado por el interés que demostraba aquel siervo del Señor, contó con pelos y señales la retahíla de desgracias que el caprichoso destino le había deparado. Había perdido su puesto de director de una sucursal después de veinte años entregado por completo al banco. Al cabo de unos meses, su mujer y sus hijos comenzaron a avergonzarse de él ante los vecinos de la urbanización en la que residían. Con mucho pesar, un buen día decidió abandonar a su familia y aquel hogar que estaba muy lejos del amor en el que él ciegamente había creído. Durante un tiempo empeñó toda su energía en buscar el trabajo digno que, según reza en la Constitución de su país es un derecho fundamental para todos los ciudadanos. Dada su edad, los cincuenta cumplidos, nunca lograba pasar a la segunda fase en los procesos de selección. Lo había intentado todo, de verdad, le confesó al sacerdote, pero finalmente se había dado por vencido, y ahora estaba allí, en completa soledad, aguardando la caridad de las personas buenas que aún hoy podían encontrarse.
   Después de escuchar su historia, el sacerdote lo observó con atención y le regaló un gesto de reproche. No sé a qué viene tanta queja cuando en realidad tienes mucha suerte, dijo. El pobre no pudo por menos que sorprenderse de la extraña reacción que había tenido el cura, pero éste no se arredró sino que atacó diciendo: Al menos tú no tienes que levantarte al alba a rezar maitines. No tienes obligaciones con los enfermos, ni tienes que celebrar la eucaristía dos veces los días de diario, y seis, los domingos. Y otros tantos y muchos trabajos que no te voy a contar porque no tengo tiempo que perder. Tú en cambio, estás aquí horas y horas, sentado sin hacer nada, y luego comes a mesa puesta y una dieta variada gracias a la caridad de las monjas. Yo no puedo disfrutar igual que tú de un buen almuerzo. Con la crisis la gente echa mucho menos en el cestillo y la cocinera me pone pollo día sí y día también, que como esto dure…, la misa de Nochebuena la va a oficiar el gallo, y no será precisamente un milagro de nuestro Señor Jesucristo.    Y luego están las noches, tú te acuestas caliente en el albergue o en el túnel del metro, sin ninguna preocupación. Lo mío es peor, apenas duermo. Cuando el día llega a su fin me acompañan a la cama no sólo mis preocupaciones sino también las del prójimo, sin contar con el peso de los pecados y el dolor de los hijos de Dios. Mírate hombre, eres afortunado. ¡Por lo menos tú duermes solo!