Revista Literatura

Siete puntos negros

Publicado el 21 enero 2011 por B
El día que cumplí ocho años mi hermana mató una mariquita. La chafó sin querer y el escalón de la entrada del restaurante se manchó con un hilo naranja diminuto, igual de diminuto que los restos de la mariquita que se quedaron pegados, aplastados, en la suela de su bailarina. Yo me eché a llorar y entré dentro, corriendo, a tirarme en los brazos de mi padre. Me puse a llorar porque la mariquita era muy pequeña, anaranjada más que roja, y se paseaba sola a un ritmo lentísimo por el escalón, entre mis zapatillas de tela, sin saber volar, sin saber hacer nada más que recorrer unos milímetros hacia delante y esos mismos milímetros hacia detrás. Yo no podía dejar de llorar, y me puse roja, muy roja, del mismo color que el lazo de mi pelo, que la camiseta, que mis zapatillas de lona, que la mariquita que mi hermana se había despegado de la suela de su bailarina frotando contra el suelo frenéticamente. Mi padre me sentó encima de sus piernas, y quitándome el pelo de la cara me dijo que esas cosas pasaban, que no era culpa de nadie, pero no le dejé acabar, porque él estaba equivocado. Eso no podía pasar porque yo estaba cuidando de la mariquita, la había seguido con los ojos muy atenta, la había sujetado al final del escalón para que no se cayera. Que yo la vigilaba papá, que yo la estaba protegiendo. Y entonces mi padre me dijo, de una forma muy suave, que, a veces, aunque quieras, aunque lo intentes con todas tus fuerzas, no puedes cuidar de todo el mundo. Yo, como se suponía que era una niña lista, dejé de llorar, asentí varias veces y me calmé, aunque me quedé callada durante todo el día. Yo, que era una niña lista, le mentí a mi padre. No me sentí con fuerzas de decirle que eso era algo que jamás iba a poder entender.

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