Antonio dormía, Miranda recostada a un costado de la ventana lo miraba, ya llevaba algún tiempo en la habitación, entró con cuidado para no interrumpir su sueño y además porque era la única forma de verlo sin que propiciaran alguna discusión. Amanecía y la luz coloreaba la habitación. Sutil, suave la luz se mezclaba con las sombras que se escurrían de la noche, esa luz acariciaba las partes del cuerpo de Antonio que sobresalían entre las sábanas.
Se estremecía Miranda al sentir esas caricias, aunque no las hacía directamente podía sentirlas y estremecerse. Recordaba entonces aquellos tiempos en los que la mañana los sorprendía abrazados, sentía el temor de que él la sorprendiera observándole, sentía el temor de querer quedarse hasta que él la sorprendiera, eran confusos los sentimientos. Salió entonces de la habitación y bajó hasta la cocina, se sirvió una taza de café y caminó hasta la terraza, se sentó en el borde de la escalera. La brisa, los trinos de los pájaros, la humedad de la mañana y el olor con sus múltiples colores la abrazaron, sintió los daños que el orgullo había causado, cerró sus ojos y respiró profundamente, en silencio se perdonó y sintió la tranquilidad que hace tiempo anhelaba.
Ahora era Antonio quien la observaba, de pie justo a algunos pasos detrás de ella, caminó entonces a su lado y la abrazó con decisión. Miranda lo abrazó fuertemente, extrañaba su aroma y aquel abrazo cálido que le brindaba seguridad. Allí permanecieron en compañía del silencio.