Hay quien se refugia en el negro y los silogismos, impúdicamente, para tapar sus carencias, enmascarar sus vacíos y disimular su futilidad. Son esos tipos que miran con la vista perdida; hiperbólicos, inquebrantables, pedantes e insufribles. Esos que tú y yo sabemos, sentido lector, que van apestando la tierra.
—¡Emilio, dame una caña, rápido, que llevo mucha prisa!
—Pues si llevas tanta prisa no te metas en los bares.
Una vez hubo un bar que fue el bar de la plaza. Los camareros llevaban mandil y el dueño americana, ahora no recuerdo si verde o roja, pero con un solo botón dorado, de latón, como un duro sevillano. Despachaban subidos a un entarimado y tenían una foto enmarcada, en blanco y negro del fundador del local, con gafas de pasta, gomina en el pelo y cara de muerto. Se ve que barruntaba su fin cuando le hicieron el retrato. Lo tenían colgado enfrente de la caja registradora. Uno cree, con la perspectiva que da el tiempo, que a lo mejor es que lo dejó dicho en alguna manda, para vigilar el trasiego de caireles en la registradora. Tener al dueño mirándote la nuca te quita las sisas del magín.
Una tarde estaban en el bar unos listos cachondeándose de un tipo más serio que un juez, con sombrero, Land Rover corto, finca en Cirujano y más años que el hilo negro. Le tiraban el sombrero dándole papirotazos y riéndose. Andaban por entonces bien de dinero, compraban y vendían melones. Bueno… uno, el jefe, los otros eran empleados. De confianza pero empleados, medio mamporreros y serviles, bregaban con las chicas que tenían envasando melones en una nave que alquilaron fuera del pueblo, en la carretera de Argamasilla. El jefe vestía siempre de traje blanco y hablaba con desprecio a todo el mundo, especialmente a los que tenía trabajando. Parecía el masa Reynolds.
A lo que íbamos, los meloneros hartos de vino le tiraban el sombrero al viejo con grandes risotadas. El otro cuando se hartó fue al Land Rover y echó mano de la navaja de siete muelles que llevaba en la bolsa de la merienda y se la empotró a uno de ellos en la panza. Estuvo en un tris de diñarla. Luego acabó en la cárcel porque el del sombrero los denunció, encima, alegando defensa propia.
El bar aquel de la plaza tenía una cocina vieja, pero menos que la cocinera y unos baños apestosos cubiertos con un tejado de uralita, las mesas de formica, la barra de acero inoxidable y Emilio, el camarero, que parecía que se hubiese metido un cartucho de nueces en el bolsillo. Tenían una máquina de tabaco debajo de la televisión y las mesas llenas de viejos y representantes leyendo periódicos, ajustando cuentas y rellenado formularios.
Por entonces en otro bar en la misma acera, pero de otra calle, a un vecino que tuve, que tocaba la guitarra flamenca, le cortaron el cuello con una botella rota de Mahou. Le quedo para siempre la cicatriz. Al agresor lo metieron en el calabozo de Alcázar, cuando aquí no había juzgado. Estaba como unas sonajas, le soltó un puñetazo al cielo raso de la trena y llegó hasta el zarzo. De todas formas tenía amistad con un juez y lo soltaron enseguida… pero eso es otra historia. Y otro bar.
En el nuestro, el de la plaza, a los trozos de pan para acompañar las tapas les decían pícolos. Tenían un ventanuco por donde las cocineras sacaban la manduca, un comedor arriba y una cueva abajo.
Hay tipos, como digo, que se refugian en silogismos. Usan el negro y los adverbios sin medida.