Kees no tenía ganas de dormir. Se asomó a la ventana, que más bien era un tragaluz, y dejó que su mirada errase por un sorprendente paisaje: prados cubiertos de nieve allá al fondo, raíles, edificios, viguetas de hierro, todo el material incoherente de una estación grande, compuesto por vagones sin locomotora que se deslizaban solos, altivas locomotoras marcando rabiosamene el paso, silbatos, aullidos y algunos árboles que habían escapado de la masacre y que dibujaban tristemente el negro enredo de sus ramas sobre el gélido cielo.Este fragmento pertenece a la novela de Georges Simenon El hombre que miraba pasar los trenes. Siempre he dicho que Simenon fue un maestro en la descripción de aquellas zonas de las ciudades y pueblos que suelen permanecer ocultas al común de los mortales: los espacios urbanos inútiles, los recodos ocultos al otro lado de las autopistas o de los puentes, las zonas muertas de las viejas estaciones de ferrocarril, las afueras hechas descampado y vencidas por el abandono.
El pasado martes fui a realizar una gestión personal al madrileño barrio de Carabanchel Alto. Tuve algo más de una hora libre y decidí tomar un café y, después, caminar por ese barrio al que me unen antiguas experiencias, vividas en los primeros años de la transición política, esos ochenta hoy en fase de mitificación. Paseé por calles rodeadas por bloques de cuatro o cinco plantas construidos en los años del desarrollismo, observé a la gente que ocupaba las marquesinas de las paradas de los autobuses, contemplé fachadas de pequeños comercios (papelerías, tiendas de comestibles, fruterías, alguna ferretería, una droguería, establecimientos de venta de teléfonos móviles, viejísimas mercerías...), los muros de los patios de viejos conventos convertidos en colegios religiosos o residencias de ancianos, los kioskos de periódicos cerrados al atardecer. Entre el amasijo de edificios, me detuve, de pronto, ante una tapia semi derruida tras la que asomaban añosos árboles otoñales. Era un solar abandonado en el que crecía la hierba y las plantas silvestres que me avivó, de pronto, la memoria de intensas lecturas de Simenon. Recordé los espacios urbanos escondidos que él describía. Pensé que en aquel solar vivía el borde de la ciudad. Era la zona de transición entre un mundo rural abandonado, perdido para siempre, y una realidad urbana que no acaba de nacer. Son limbos olvidados donde a veces se refugian mendigos alrededor de heladas fogatas, donde, con el buen tiempo, juegan los niños a inventar las aventuras más extrañas.
Son reductos de vegetación donde duermen botellas de plástico, latas de refresco oxidadas, periódicos descoloridos, condones podridos, ramas secas, hierros inútiles. Tras aquella contemplación, decidí utilizar el teléfono móvil como cámara fotográfica y me llevé a casa la imagen que podéis ver arriba. Después busqué otros fragmentos de descampado entre los nuevos bloques. Y descubrí un mundo fascinante, una trastienda a cielo abierto de la ciudad, de este Madrid a punto de enfilar la segunda década del siglo XXI. Es probable (casi seguro) de que se trate de solares a la espera de una venta productiva, objetos de especulación y de lucro, pero no dejan de tener la belleza de lo olvidado en medio de un urbe en la que la gente nada sabe de ellos. Son como perros moribundos ante los que nadie se detiene, como coches abandonados y vencidos por el óxido y los temporales. Muros con grafitti, postes que tuvieron algún día una función más útil que la de ser mero decorado, rincones que sirven, estoy seguro, para que con el buen tiempo las parejas se oculten para amarse bajo las estrellas y al abrigo de la noche. Es el reverso de la ciudad, el otro mundo, ese mundo en letargo que tuvo esplendor, que tuvo vida cuando la ciudad, Madrid, vivía en la antesala de la era de la información, no había claudicado, todavía, a la presión urbanística que no sólo ha generado una burbuja financiera que casi nos lleva al abismo, y estaba más cerca de las aspiraciones cotidianas de su gente.
Haced la prueba un día. En Madrid, en Chicago, en Tokio, en Barcelona o Milán existen estos reductos del pasado. Si los buscáis viviréis una experiencia extraordinaria. Lo de afrontar una realidad inédita, la de sorprenderos con mil detalles inesperados. En buena parte de mis novelas, también de mis poemas, los solares abandonados han tenido un protagonismo especial, como seres vivos que han quedado estupefactos ante los cambios de la ciudad. Digo más: en Los días de Eisenhower, un lugar de esas características perdido en una Arturo Soria del recuerdo, es el destino de los juegos y aventuras del grupo de adolescentes con los que convive Diego Velarde, el personaje central de la novela. Hice algo más de una docena de fotos de esos espacios perdidos entre las calles de Carabanchel Alto. Y adquirí un compromiso íntimo: no renunciar a dar continuidad a esa labor hasta contar un una colección de fotografías de lugares parecidos.
Se coleccionan fotos de monumentos históricos, de arquitecturas singulares, de jardines o parques maravillosos, de puentes irrepetibles o de paisajes marinos o de montaña. Nunca salvamos, con nuestro teléfono móvil o con nuestra cámara fotográfica, a estos "parientes pobres" de la ciudad. Los consideramos inútiles, condenados a desaparecer, estorbos de una urbe que queremos moderna, sin rotos, sin agujeros negros ni abismos. Pues bien, desde el pasado martes, mi mente, obsesionada por la creación de poemas o novelas, tiene una obsesión adicional: crear un auténtico álbum de fotografías de esos lugares muertos antes de que piquetas, hormigón, ladrillo y especulación acaben con ellos para siempre. En el fondo, será mi homenaje a Simenon. También a Juan Marsé, experto en extrarradios. Y a Luis Martín Santos... Y a los novelistas olvidados de la narrativa social: Grosso, Ferres, López Pacheco, López Salinas... Por ellos.