Simulacro

Leí por ahí que enero no cuenta. Podemos tomar el mes gratis y de prueba, como con Netflix. Enero es el simulacro. 
Simulacro de incendio, simulacro de tsunami, simulacro de qué haríamos si se acaba el mundo. En la primer semana me tocó el simulacro de incendio. 
Al instante en que se prendía fuego el sector oeste de mi azotea, me di cuenta de que no había atendido a las señales.
Cuando el señor de los matafuegos vino, y colgó el aparatejo en la pared, sobre un hermoso recuadro blanco y rojo, dijo algo Algo del tipo “instrucciones para apagar el incendio”.
Me saqué un dos en la prueba. De más está decir, me perdí la charla explicativa de cómo se usa un matafuegos, y cuando quise accionarlo estaba trabado y yo obnubilada. 
El dos me lo pusieron porque gracias a mi fuerza bruta, pude accionarlo rompiendo el precinto, para cuando el fuego se apagó ya lo había consumido todo menos la losa. 
La segunda semana me tocó simulacro de inundación. Dios santo, ¿de dónde viene tanto agua? El lugar elegido para cobijarme era el mismo lugar que se me había prendido fuego la semana anterior: la azotea. Ahí me acosté panza arriba sobre las cenizas, a esperar que la evaporación, la permeabilidad de la tierra y otros menesteres que desconozco hicieran lo suyo. Aún no fui a retirar la nota.
No me pasaron todavía los próximos dos simulacros a sortear para terminar el mes. Pero visto y considerando que pasé de la desesperación a la inacción, y que sólo me resta equilibrar fuerzas, las posibilidades de obtener la pasantía para el resto del año son prometedoras. 
Lo peor de no leer las instrucciones es que perdés tiempo valioso. Tiempo que no vuelve.
Lo mejor de la experiencia es que ya sabés qué hacer. 
Patricia Lohin
Foto: Allen Ginsberg, 1961
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