Siempre fueron amigos. Rolando y Marcelo compartieron desde la escuela primaria sus días. Compañeros de juego, de banco, de recreo. La adolescencia los sorprendió con nuevos gustos, pero mantuvo la complicidad entre ambos: A Rolando lo volvían locos las mujeres, mientras que Marcelo por más que se lo proponía, no lograba que le atrajeran.
- ¿No serás puto, vos? - le preguntó una tarde Rolando a su amigo, mientras pedaleaban por la avenida en dirección al puerto.
- Andá a cagar - contestó Marcelo, pero al cabo de unos segundos agregó - ¿Y eso cómo se sabe?
La pregunta los hizo estallar en risas y luego olvidaron el tema: el río había aparecido en escena, majestuoso y al mismo tiempo intimidante.
En la graduación Rolando logró llevar a un rincón a Carolina y allí además de tocarle las tetas, le dio un beso que no se podía sacar de la cabeza. Más tarde buscó a su amigo para contarle. Lo encontró en la mesa, solo, bajándose una botella de champagne.
- ¿Qué te pasa boludo? Mirá como se divierten todos, si supieras recién con la colorada Carolina...
- Rolando, creo que tenés razón.
- ¿En qué? ¿De qué me hablás?
- Que soy puto. Es decir, debo ser puto. Las minas no me calientan, pero me pasa algo con Adolfo.
Rolando lo miró frunciendo el ceño. Lo observó atentamente para saber si se trataba de una broma o iba en serio. Luego se sentó a su lado.
- ¿Qué es lo que te pasa con Adolfo?
Marcelo se mordió los labios. Ahora, esa confesión, a su mejor amigo, le resultaba embarazosa.
- No importa, dejá. Mirá, te anda buscando la colorada...
- Ni que colorada ni ocho cuartos, que se vaya a hacer toquetear por otro. Contame, para algo somos amigos.
- Es que... supongo que me atrae. No sé. Eso que vos sentís por las minas, parece que las siento por los hombres. Bah, por Adolfo.
- ¿Y él lo sabe?
- ¡Cómo lo va a saber, Rolando! Me imagino que a él le gustarán las mujeres. El torcido soy yo, no él. Por eso me siento mal, no sé que hacer.
Rolando abrió los ojos. Su mirada se topó con el mismo pasillo de las últimas horas. Silencioso, impregnado con olor a desinfectante, de cerámicos mortecinos combinando con las paredes blancas y tristes. El reloj marcaba las seis de la tarde. Ya iban más de siete horas de operación. Volvió a ese último recuerdo con el que jugaba su mente y sonrió. Suspiró profundamente, dolido en el alma por no haber sabido que responderle, pero emocionado por haberlo rescatado del olvido.Habían pasado tantos años, que quizá fuera el único de los dos que lo recordaba.
No tenía la certeza si volvería a ver con vida a su amigo. En el quirófano se jugaban las últimas cartas. La enfermedad lo había dejado entre la espada y la pared.
- Abrazame fuerte, que quizá sea la última vez - le había dicho Marcelo, esa misma mañana.
El silencio no siempre es buena compañía. Al menos, en esos instantes. Se le antojaba difícil pensar que sucedía puerta adentro. Deseaba poder irrumpir y averiguar si sobreviviría o no. Miró alrededor. ¿Dónde estaban los demás amigos de aquellos años? ¿Por qué había sido el único que jamás se distanció de Marcelo? ¿Acaso su amigo había hecho algo malo?
- Vos querés que te abrace porque sos puto - le había respondido.
Marcelo había reído, en medio de un acceso de tos. Luego lo abrazó.
- No te vas a ningún lado, me entendés, a ningún lado - le dijo en un susurro al oído.
Pero sabía que no tenía el poder, que sus palabras eran un anhelo. De la misma manera que en aquellos años no pudo convencerlo de mirarle el culo a una mina, ahora era una misión casi imposible que siguiera luchando. Porque la vida así lo había querido, sin vueltas, sin indirectas. Sos puto y sos puto. Te estás muriendo y te estás muriendo. Sin medias tintas, con el crudo sonido de la verdad, con el inquebrantable lazo de la amistad, con la inevitable lágrima del adiós.