Vivimos en una jodida novela de Dickens a la que, de momento, no se le ve el final y los nuevos capítulos son cada vez más negros y sombríos. El paro aumenta y la desesperación lo hace en proporción geométrica. Los guarismos del desempleo están formados por personas, a pesar de la aséptica neutralidad de los números. La frialdad de las cifras consigue desenfocarnos de la realidad y logra que no seamos conscientes de que somos nosotros los que formamos esos cinco millones seiscientas y pico mil personas. «Cuando matas a un hombre le quitas todo lo que tiene y todo lo que podía haber llegado a tener, le quitas lo que es y todo lo que podía haber llegado a ser…», la escalofriante frase de Clint Eastwood define como pocas la realidad del desempleo, el desánimo y la inexorabilidad de los acontecimientos.
Ahora, en esta época meliflua, las penas son personales e intransferibles. No está bien visto quejarnos, ni mucho menos aguantar las quejas de los demás. Escondemos las penas como antes escondimos a la muerte por mor del mundo feliz que nos queremos dar. Si acaso se nos ocurre presentarnos en carne mortal ante nuestros amigos, conocidos, familiares, coetáneos de las redes sociales, etcétera, veremos como en sus caras o en sus mensajes se dibuja un rictus de aburrimiento o cansancio. El pensamiento positivo se ha instalado y la culpa de nuestros fracasos es nuestra y solo nuestra: hay que sonreírle a los problemas, darle la vuelta a los fracasos, como si fuesen un calcetín y convertirlos en oportunidades. Reinventarnos, desaprender, aguantar y callar; eso sí, con una sonrisa de gilipollas dibujada en nuestra carita.
Cada vez somos más insolidarios, a pesar de que se nos llene paradójicamente la boca de solidaridad, palabra mágica y multiusos: dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. Nos agotan los problemas de los demás. La empatía y la compresión han desaparecido de los usos sociales, si alguien nos cuenta un problema, necesariamente hay que contarle otra pena mayor, para desactivar su queja en una suerte de macabra competición parecida a las que los ancianos establecen en la sala de espera de la consulta del médico.
Anoche escuché al presidente de Cáritas de Tomelloso relatar que los voluntarios de la organización tenían un doble dolor. El de tener que contemplar y paliar la desesperación, el desánimo y el hambre de casi dos mil familias del pueblo. Y el terrible y desconsolador, afirmó, de darle la bolsa semanal de comida a personas desahuciadas por la vida, sabiendo que algunos tienen hermanos, no de fe, sino de carne, a los que la vida los ha tratado bien, que se pasean en Mercedes y no mueven un dedo para ayudar a sangre de su sangre.
Aunque afortunadamente hay historias que nos recuerdan lo mejor del género humano. Esta mañana, sin ir más lejos, se me han saltado las lágrimas oyendo la radio. Un indigente, próximo a cumplir la treintena ha contado en antena su situación: no tiene trabajo, no cobra ningún subsidio, vive en una caseta que se ha hecho con palets en un polígono del cinturón de Madrid. El tipo está fastidiado pero habla sin resentimiento, incluso deja traslucir alegría en sus palabras. Ha llamado un panadero para ofrecerle un trabajo; el hombre se ha echado a llorar como una Madalena, se ha derrumbado. Dormir una cama, soplarle a una cuchara, darse una ducha, tener algo que hacer, poder tomarse un café y pagarlo con su propio dinero ganado con su sudor: recuperar la dignidad. El panadero le ha dicho, tranquilo chaval que estoy yo tan emocionado como tú, verás como entre todos lo logramos.
Si nosotros no nos ayudamos, ellos —los que nos han metido en esto— no lo van a hacer.