Cuesta acostumbrarse a ser uno mismo,
cuando percibes que los demás cambian a tu alrededor
y con esos cambios, te hacen recordar quién eres
o quién no eres, o quién deseaste ser
y jamás serás,
o quién no fuiste y ahora eres, sin quererlo.
Es todo complicado o no tanto,
según manejes el cristal de tu vida.
Y en ese devenir de mensajes subliminares,
acabas dejando de sentir
o ya no quieres hacerlo.
Estás cansado, muy cansado...
Es eso lo que sucede,
cuando menos te lo esperas.
Y ya no sabes y ya no quieres,
y ya no sientes
y ya ni vienes ni vas.
El pasar los días y el tedio de las nadas,
el mecerte con recuerdos
y el llorar por ellos,
se hace rutina y piedra en tu corazón.
Otras veces, hastiado,
te pliegas sobre ti mismo,
te esparces en una odisea de contradicciones,
te conviertes en barco y barquero,
en ola de tu inmenso mar.
Pero llega un día,
ese en el que ya nada esperas,
que algo sucede distinto
y todo recibes sin tener que dar nada.
Ese día no sabes, te preguntas y dudas,
pero al final asientes,
sonríes y decides coger.
Y tus manos se llenan de sonrisas,
pues descubres que tu vida
será algo más fácil,
que tus horas no serán soledad.
Ese día, primero de muchos,
decides no pensar más
y abrir tus manos.
Tú no lo pediste
y por eso lo aceptas
sin necesidad de dar.