Cada vez que suenan las sirenas de la policía, de los bomberos o de alguna ambulancia, se me paraliza el corazón. Es como que se activa un proceso en mi cuerpo, poniéndose tenso hasta el último músculo. Y la atención se fija en el teléfono, porque - pienso - en cualquier momento va a sonar y una voz desconocida me va a informar de alguna desgracia.
Hoy las escuché una vez más, tan fuertes, tan cercanas, que me obligaron a abrir los ojos bien grandes. Busqué el teléfono, casi a ciegas, mientras el cuerpo se convertía en un bloque de nervios.
Comprendí entonces que no podía hacer un solo movimiento, apretujado entre los hierros retorcidos del coche. El teléfono no iba a sonar. Las sirenas venían por mí.