Revista Literatura

Sirenas en la noche

Publicado el 21 noviembre 2013 por Netomancia @netomancia
El concierto de sirenas atraviesa la oscuridad como si nada. Es un estilete cargado de angustia, que la hace temblar a pesar de estar segura en su cama.
Dura apenas un instante, pero es suficiente. Cierra los ojos y aprieta fuerte los párpados. Piensa en sus hijas y las sabe durmiendo en la habitación contigua. Se imagina a su marido trabajando en la fábrica, en esa semana que hace cada mes en el turno noche. Se repite una y otra vez "están a salvo, están a salvo".
Pero el corazón sigue agitado. No puede dejar quieta su mente. Intenta aplacar las imágenes, pero éstas vienen, casi socarronas. Ve a sus dos hijas caminando por la calle, tras escaparse por la ventana; las ve riendo, divertidas por la travesura. Puede incluso sentir la brisa de la noche, bajo el pálido reflejo de la luna y escuchar el crujido de las baldosas, tras cada paso de sus pequeñas.
Se da cuenta que está tensa y que se ha aferrado de las sábanas con violencia. Le duelen las manos. Es que no puede evitarlo. Visualiza sombras que acechan a sus niñas, sombras que salen y muestran armas, atemorizan, atacan y lastiman. Pero es imposible, porque Nadia y Helena duermen en la habitación de al lado.
El sonido de las sirenas vuelve una vez más, pero solo en su cabeza. Sabe que han pasado por la calle hace unos minutos, haciendo gala de sus luces y ruido. pero aún retiene esa melodía salvaje, que parece brincar de un lado a otro, abriendo heridas, percudiendo la calma.
Ahora en la imagen al que ve es a su esposo. Por alguna razón camina en la noche, quizá con la intención de ir hasta algún kiosco a comprar cigarrillos. Aunque él no fuma, es probable que algún compañero lo haya mandado. Rodolfo es muy comedido. Se confía demasiado. Y en su mente observa como lo asaltan, despojándolo del dinero, de la vida.
Trata de recobrar la cordura. Ya no hay sirenas, sus hijas duermen, su marido trabaja. Se convence de sus palabras. Lo repite hasta el hartazgo. Suelta un poco el cuerpo, pero aún siente sus brazos tirantes, doloridos. Quiere soltar las sábanas, pero le parece una misión imposible. Y cuando por fin logra abrir las manos, entiende que no tiene nada agarrado. Que el dolor viene de las muñecas y que allí hay cinturones que la sujetan.
Patalea, pero sus piernas están inmóviles, porque otras correas la atan a la cama. Y al abrir los ojos, su habitación ha desaparecido, no está el armario, ni la cómoda, ni el cuadro con la fotografía del bautismo de las mellizas. No hay nada, ni siquiera el ventilador de techo que Rodolfo había colocado dos veranos atrás. En cambio, hay paredes opacas, que no dicen nada. O muy por el contrario, de a poco empiezan a decir todo.
Porque el susurro de la soledad se hace intenso, la noche cobra vida y las sirenas vuelven, como aquella noche, cuando la locura se hizo carne y la muerte fue una inesperada compañera. Nadie está seguro, nadie está a salvo. Ella lo sabe, ella lo hizo, ella lo paga, día a día, noche a noche. Cuando las sirenas vuelven, ella teme por los que ha matado, teme que escapen de dónde estén, le pierdan miedo a las desgracias y vengan a buscarla.
Porque la única culpable, según le dicen, no es la noche y su melodía discordante. Sino ella misma.

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