La situación era simple. Alguien se había robado el dinero. En algún momento, entre que la luz se apagó y volvió, la mano de uno de los cinco que jugaban la partida de poker se alargó hasta el centro de la mesa y tomó los billetes. Todos, al menos, coincidían en un punto: ninguno de los cinco apagó la luz. Fue fortuito, un bajón de tensión quizá. Pero lo del dinero, ese era otro cantar. No era una suma menor, al contrario. Habían estado apostando fuerte. Era una ronda pareja, todos tenían cartas buenas, podían intuirlo en el aire. Las miradas brillantes, los rostros tratando de disimular la buena fortuna, los cuerpos emitiendo señales involuntarias.
Lo que en principio parecía una broma, a esa altura, tras quince minutos de palabras que fueron elevando el tono frase tras frase, era ya motivo para una pelea. Es que ninguno de los cinco la iba a dejar pasar. Y cada uno sabía que los demás estaban dispuestos a lo que sea con tal de defender su dinero. Y aún más el que hubiese robado la plata. Ese estaba dispuesto además, a no ser descubierto.
El primero en ponerse de pie fue Alcides. Si solo se hubiese parado y dejado caer la silla, en señal de enojo, vaya y pase. Pero Alcides además tuvo la idea, mala por cierto, de llevar la mano derecha a la parte posterior de la cintura, dónde los demás sabían, llevaba siempre una pistola.
Los otros cuatro reaccionaron al instante y las balas cruzaron la mesa destrozando la camisa celeste de Alcides con agujeros enormes de los que saltó sangre para todas partes. El cuerpo cayó inerte contra la silla desplomada. La pistola seguía entre el pantalón y la camisa. No había llegado ni a tocarla con los dedos.
El estruendo de las cuatro armas escupiendo al mismo tiempo había retumbado en la habitación. No tardaría mucho en caer la policía. Alguien en el edificio los delataría, no había manera de evitarlo. Gustavo quiso apurar el asunto y se acercó a revisar el cuerpo tendido en el suelo. Pero los demás intuyeron que en ese movimiento escondía algo y volvieron a abrir fuego. Gustavo voló contra la pared, que quedó manchada de rojo. Una mancha que parecía haber estallado a media altura y luego deslizado hasta el zócalo.
Los tres que aún permanecían sentados y con sus armas en la mano se miraban fijamente. Los ojos iban de uno a otro. El menor movimiento en falso iba a desatar otra oleada de plomo. Lo sabían muy bien. Fernando decidió actuar. Dejó de apuntar a los demás y levantó su pistola hacia el techo mientras con la otra mano pedía tranquilidad. Uno de los otros dos asintió con la cabeza. El restante apretó el gatillo.
La bala atravesó el entrecejo con fría certeza. Enrique miró a Luis. Luis miró a Enrique. Uno de los dos había disparado. El otro sabía que haría lo mismo si no actuaba rápido. Dispararon, ambos, al mismo tiempo.
Enrique quedó con el cuerpo hacia atrás, la cabeza ladeada hacia la izquierda. Luis se fue hacia delante y la frente dio de lleno contra el as de corazones que tenía en la mesa.
La policía llegó algunos minutos después. Alertados de los disparos, pero actuando con tranquilidad debido al silencio, derribaron la puerta. La situación era simple. Cinco tipos jugaban al poker y uno quiso cagar a los otros. Terminaron todos muertos. El agente Gutiérrez le buscó el pulso a los cuerpos. El agente Miranda se quedó en la puerta. Cuando la luz se apagó y encendió, Gutiérrez sin saber por qué, desenfundó y disparó. Diría después que creyó haber visto un movimiento extraño acompañado por el ruido del martilleo de un arma. Lo cierto era que Miranda se había apoyado en la tecla de la luz, que estaba haciendo falso contacto. Aunque nunca lo supo.
La nueve milímetros de su compañero le partió el cráneo en dos.