Anagrama, digamos, o Alfaguara.
Aunque esta confusión puede parecer una incursión en el equívoco y el ridículo, también lo puede ser de demarcación de una política de lo real.
Ahí donde el latinoamericanismo académico se encarga de romper (aparentemente) las barreras (de lo literario a lo cultural, de lo hispanoamericano al mundo postcolonial, del canon al corpus, de lo cosmopolita a lo regional, de la estilística a un horizonte filosófico dilatado), el mercado español demarca una muy delgada idea de lo que es literatura latinoamericana, acotada por índice de ventas e índice de premios.
De hecho, esta idea depurada descarta otros géneros que no sean la narrativa (y dentro de esta, enfatiza la novela).
Así, el que confunde la literatura latinoamericana con Anagrama, Alfaguara o Planeta tiene entre las manos un escenario cultural e ideológico interesante, en que sin duda la acotación (mercantil) implica muchas veces una mutilación sin más.
Al respecto, muy ilustrativo el libro de Ignacio Echevarría, Desvíos: un recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana. (2007).
Echevarría testimonia el auge de la narrativa latinoamericana nueva en España a partir de los noventa, luego de cierto eclipse del boom.
Lo decisivo del libro, que junta reseñas y artículos publicados entre 1996 y 2004, es que selecciona lo que sería una narrativa de vanguardia (o buena narrativa) de entre una especie de avalancha de autores promovidos por las editoriales .
El nombre paradigmático es, por supuesto, Bolaño. Y entre los happy few figuran Lemebel, Rey Rosa, Aira, Piglia, Fogwill, Alan Pauls, Pitol.
No es tanto una generación. De algunos, como Piglia, se testimonia una tardía publicación y recepción española.
Este grupo de escritores sancionados, se opone al mainstream que acapara tiradas y premios.
En efecto, afirma Echevarría, los "escasos autores latinoamericanos que obtienen un éxito comparable al que en su momento obtuvieron-y conservan-autores como García Márquez, Cortázar o Vargas Llosa suelen ser de un calibre notablemente inferior, aparte de no entrañar sus libros novedad alguna digna de ser destacada" (p. 22)
La trivialidad impera entre autores y editores. Algunos nombres mencionados por Echevarría: Xavier Velasco, Antonio Skármeta, Zoé Valdés, Laura Restrepo (p. 22). Una constelación en que, digo yo, Gioconda Belli no desentonaría.
Echevarría plantea su crítica pensando de manera más radical en el sentido que puede tener lo latinoamericano en las condiciones acotadas por el mercado español.
Fundamentalmente sobresale el problema de la representatividad. ¿Es eso latinoamericano del mercado editorial una superstición española o se activa de verdad una representación?
Para Echevarría, el canon defendido representaría una extraterritorialidad articulada como resistencia a encarnar lo exótico o local: lo que está más acá del boom.
Se trata de unn ser o no ser. La "paradójica condición" (en Bolaño como paradigma) "de ser y no querer ser escritor latinoamericano. La de escribir y no querer escribir sobre un país--Chile, en este caso---y sobre una región--Latinoamérica--de los que entretanto se ha convertido en su bardo más caracterizado" (p. 51).
La huella, pues, de viejas controversias latinoamericanas. Pedro Henríquez Ureña, por ejemplo, defendiendo el descontento y la promesa. O Ángel Rama advirtiendo la identidad latinoamericana en la excentricidad modernista.
Echevarría, que por razones prácticas debe defender conceptos que los posmos abominan (calidad literaria, por ejemplo), ofrece también textos para justificar a la crítica como tal. Un eje que se revela por entero "occidental" y benjaminiano.
Los dos planteamientos generales del libro son, pues, la narrativa latinoamericana actual en el mercado español y la función de la crítica literaria de publicación periódica y masiva.
Ambas temáticas están planteadas con agudeza y mucha conciencia de límites. Dos características sin duda decisivas para echar adelante cualquier proyecto crítico.
Interesante, sin duda, que esas discusiones puedan confluir de alguna manera con la otra crítica (la académica) cuyas esperanzas políticas son más dilatas, pero cuyo alcance comunicativo es mucho más limitado.