De todos los prejuicios negativos que conozco sobre las mujeres lesbianas, creo que el que más me afecta es el que considera que, si no somos heterosexuales, es porque no hemos alcanzado la madurez suficiente para enfrentarnos a ello. Es decir, que el lesbianismo es una especie de fase intermedia en el desarrollo psicosexual, cuya inmadurez intrínseca baña el resto de nuestros ámbitos vitales.
Realmente no sé por qué me afecta tanto, cuando racionalmente pienso lo contrario: me parece que, precisamente, atrevernos a asumir nuestro lesbianismo es un acto evidente de madurez, mientras que mantener una conducta heterosexual a sabiendas de que algo no funciona (o incluso conociendo exactamente qué es lo que no funciona) puede indicarnos que todavía nos encontramos en un momento en el que la opinión de los demás, su apoyo y aprobación incondicionales y las relaciones de dependencia que mantenemos con ellos pesan más que nuestra autonomía y nuestra necesidad de desarrollarnos libremente y vivir en armonía con nosotras mismas.
Supongo que, en parte, el dolor que me causa este prejuicio no está causado por una idea racional, sino que, más bien, es el resultado de una proyección de los demás a la que yo, con mi conducta aparente, me acomodo. Es decir, que probablemente me afecta porque mi inmadurez es una realidad, no esencialmente relacionada con mi orientación sexual, pero sí una consecuencia lógica de la conducta que me avengo a demostrar en numerosas ocasiones.
Cuando no hacemos honor a nuestro lesbianismo, cuando no mostramos nuestra vida tal cual es sino que dosificamos la información, la visión que los demás pueden tener de nosotras sólo puede ser una visión sesgada. Existen muchas razones para que una mujer quiera independizarse o no, tenga pareja o no, decida ser madre o no; ninguna de ellas tiene por qué ser, en sí misma, muestra de (in)madurez. Pero desde el momento en que nuestra vida discurre como si nada, sin ningún cambio aparente ni evolución en los últimos años, y sin perspectivas de futuro que nos motiven e impulsen, es lógico pensar que, de algún modo, nos hemos quedado estancadas. Es decir, que para los años que vamos cumpliendo, somos cada vez más inmaduras.
No es fácil mantener separadas en nuestra mente la vida de verdad de la vida que demostramos tener. Nuestro cerebro no posee compartimentos estancos, y las ideas se mezclan, interactúan, cortocircuitan. Puede llegar un momento en que nosotras mismas nos sintamos cómodas con comportamientos propios de épocas de nuestra vida de las que ya han pasado muchos años, comportamientos que nos hacen sentir mucho más coherentes con esa vida que decimos tener. Puede llegar un momento en el que, poco a poco, nos hayamos llegado a convertir en ese disfraz que creíamos podernos quitar a voluntad y que, contra todo pronóstico, se ha pegado a nuestra piel. Es lo que se conoce como efecto Pygmalion: terminamos comportándonos como los demás nos ven, como nosotras les hemos ayudado a creer que somos.
¿Cuál es el antídoto? Evidentemente, siempre podremos detener este proceso, e incluso impedir que ocurra, compartiendo nuestra vida con libertad. Pero, ¿y si eso no es posible, o no en todos los ámbitos, o no con todas las personas? Entonces creo que es absolutamente necesario mantener la mente despierta, permaneciendo alerta frente a este peligro y reclamando nuestra dignidad. NO somos mujeres inmaduras, NO nos hemos quedado estancadas en un momento anterior de nuestra vida. SÍ somos mujeres que sentimos, pensamos, tenemos experiencias, vivimos con intensidad, proyectamos y soñamos; SÍ podemos compartir mucho de todo esto aunque callemos nuestro lesbianismo por las razones que decidimos o nos sentimos obligadas a decidir.
Así, en ese compartir constante, en ese demostrar nuestra madurez, vamos preparando el camino para cuando decidamos mostrarnos libremente, de manera que, con un poco de suerte y al menos no con nuestro consentimiento, tengamos menos posibilidades de escuchar aquello de: “Bah, ES SÓLO UNA FASE”.
Encantada de plantarle cara a mi (in)comodidad.