Recuerdo con placer, cuando en mis tiempos en el antártico me pasaba todo el tiempo echado en la tumbona y sumergiéndome en la lectura. Recuerdo de forma especial uno de esos momentos dónde el deambular teórico muestra una verdad más plena, al ser entendida como una vivencia.
Era época de apareamiento. Mi recurrente insociabilidad sumada, quién sabe si no potenciada, por mi pequeña disfuncionalidad del órgano sexual reproductor, hizo que me alejase del grupo.
Creedme sólo hay una cosa peor que un pingüino enamorado, y son los discursos sobre la experiencia de la paternidad de los pingüinos.
En el grupo solo se escuchaban frases como: “¡Tienes unas plumas preciosas!” “¡Noooo! ¡Tú mássss!”, “Tiene el pico de su padre!” o “Tener un hijo te cambia la vida. Te sientes mágica, más grande que un artista”.
Todo esto me resultaba nauseabundo. Un inquisitivo lector podría pensar que este sentimiento estaba motivado sólo por la envidia, pero eso no es cierto. En ningún momento de mi vida he anhelado la paternidad o sentirme enamorado. Son roles que simplemente no me gustan. ¡Mirad! Soy así de desagradable.
La cuestión es que me alejé del grupo con mi tumbona en una aleta y “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera en la otra. Su lectura me entusiasmó. Y en especial el despliegue que sobre lo “kitsch” hace e impulsa la obra.
Según la definición de Kundera, “kitsch” es “aquella actitud consistente en negar sistemáticamente la mierda en el mundo”.Kitsch equivaldría en cierto modo a lo que en filosofía, y más concretamente en teología, suele llamarse “teodicea” o “justificación del mal”.
Me di cuenta que el ritual de apareamiento de los pingüinos tenía mucho de kitsch y eso era precisamente lo que me molestaba. Esta exaltación a la vida y al amor no era mala en sí, sino en la medida en que servía de cortina de humo a varios hechos ligeramente más recalcitrantes.
Con sus discursos pretendían ennoblecer acciones que tenían su origen en aspectos miserables de nuestra condición. Procreamos por que es una exigencia natural de la especie y esta procura que esto pase impulsándonos al placer.
Tener hijos es concebido dentro de la mirada kitsch como un acto bueno, precioso, altruista y nacido de una voluntad libre, cuando en realidad es todo lo contrario. Estos discursos negadores de la mierda ocultan que precisamente somos unas marionetas naturales y egoístas esclavos del placer.
Cuando un se da cuenta de eso, puede observar lo kitsch en muchas esferas de lo cotidiano. Los principios morales suelen ser eso, un intento desesperado por negar lo arbitrario de nuestras acciones o simplemente un acto de cobardía que huye del momento de la decisión.
La mierda (lo malo y dañino) no desaparece por dejar de mencionarlo. Cada discurso que la oculta sistemáticamente es tanto más cómplice como peligroso. Pues nunca se sabe en que forma lo reprimido puede retornar.
Hay quién dice que la función del arte es precisamente hacer soportable este sustrato miserable de la vida. Es lo que también se llama la función “catárquica” del arte, pero esta afirmación tiene que ser pensada profundamente. Pues de sobras son conocidas opciones estéticas que pasan por convertirse en el opuesto sádico del kitsch. El ennoblecimiento artístico de la mierda es una de las propuestas estéticas más recurrente del arte con deliberado carácter de compromiso social.
Pero, por el contrario de lo que piensan algunos, la contemplación de la mierda no redime por sí solo. Al contrario, el artista puede llegar a ser cómplice de la maldad que ayuda a transmitir de modo estabilizador al espectador.
Tendría que pensarse una relación del arte con la mierda que nos evite la estéril disyuntiva entre ladear la mierda o estabilizarla. Rechazar y estabilizar son dos formas de complicidad que no ayudan a lidiar con el carácter miserable de nuestra existencia.