Revista Diario

Sobre renunciar

Publicado el 08 junio 2011 por Mariannediaz

(Éste es uno de esos posts escritos en primera persona, de ésos que hacen notar que esto es un diario. Hago esta advertencia para que nadie se sienta defraudado luego de leer esta parrafada).

Cuando uno es extremadamente joven (nótese el extremadamente; yo sigo siendo muy joven) suele tener la extraña noción de que la vida es una suerte de buffet, donde uno se va sirviendo un poco de cada cosa, para probar. Uno quiere mantener las opciones abiertas; uno quiere, básicamente, hacerlo todo. Se es joven y se cree que el tiempo, las energías y los recursos son infinitos, no se quiere renunciar a nada.
Muchos hemos sido educados (por la sociedad, básicamente) para creer que la vida es una suerte de carrera de obstáculos. Logro tras logro; como decía Mafalda, que la vida, en vez de vida, es un escalafón. Se van conquistando metas, un título, un trabajo, un ascenso, una casa, un carro, un matrimonio, unos hijos. Renunciar a cualquiera de esas etapas es visto, por lo general, como un fracaso, y en el mejor de los casos, como un acto de hippismo extremo, un caso de desadaptación.
Pero el caso es que el ejercicio de la libertad es, asimismo, el constante ejercicio de la renuncia. Cada decisión que tomamos, incluso la más prosaica, lleva intrínseco un acto de abandono. Elegir almorzar pollo es, al mismo tiempo, renunciar a la idea de almorzar pescado. Elegir una ciudad, una casa, una carrera, un trabajo, una pareja. Elegir una opción; renunciar a las demás.
Ése, por otro lado, es un ejercicio que cuesta trabajo. Dejar de lado las posibilidades infinitas de nosotros mismos, replicados en otros tantos universos, aquéllos que habríamos sido de seguir otra carrera, de vivir en otra ciudad, de haber tomado aquel trabajo o haber dicho que no a aquel ascenso. Algunos nos aferramos a la idea de aquéllos que aún podríamos ser, o creemos ser malabaristas de circo, pretendiendo controlar tres o cuatro vidas al mismo tiempo.
En este último grupo me encuentro yo. Como algunos ya saben, yo soy abogada, gracias a la insistencia de mis padres en que me hiciera gente seria y sacara una carrera “larga” (una licenciatura), cosa que a fin de cuentas, debo terminar por agradecerles, pues me ha hecho la persona que soy. Yo, bohemia como siempre fui, quería estudiar artes, teatro, diseño gráfico en el mejor de los casos, y quería -siempre quise- escribir. Escribir, desde que tuve uso de razón (¿la tuve? no estoy tan segura) ha sido para mí como respirar. Pero la carrera seria, serísima, del Derecho, me hizo interesarme formalmente por cosas que siempre me interesaron, como la discriminación, la censura, esas cosas.
Trabajé tres años como abogada, y luego me ofrecieron la posibilidad de cambiar bruscamente de carrera y venirme a Caracas, ser editora, trabajar para una institución que he amado desde que aprendí a leer, hacer los libros que había en casa de mi madre cuando yo era pequeña. La acepté sin dudarlo, y no creo que nunca me arrepienta de ello. Desde que me mudé, sin embargo, la Susanita que hay dentro de mí, la que cree que la vida es un escalafón, me decía que debería hacer un posgrado, que tengo más de tres años de graduada. Me inscribí en la Central. Comencé el posgrado en Derechos Humanos (un tema que me apasiona profundamente, con profesores fascinantes además). Estaba extenuada. Llegaba a casa a cualquier hora, no leía, no escribía, no tenía tiempo de nada, siempre tenía sueño. Sólo tenía dos meses de haber comenzado el posgrado.
No escribía.
No escribía.
El sábado cumplí veintiséis años. No es que la fecha ni la cifra, en sí mismas, tengan mucho que ver. Acababa de terminar un intensivo (clases todos los días, de 4:30 a 7:30 pm). Llegaba a la casa a las 8, extenuada. Me salieron un par de canas. Y me hice una pregunta.
¿Dónde me veo en cuatro, cinco años? Pero, sobre todo ¿cómo me veo?
No me quedaba claro. Sé que quiero ser madre en algún momento. Sé que la mujer que me imaginé no era una mujer extenuada, con canas prematuras, que a las 2 am está frente a la computadora redactando una tesis, estresada, tensa, con sobredosis de café.
Y sin embargo, ésa es la mujer que soy en este momento, me dije.
La que me imagino, en mi cabeza, es una mujer feliz y relajada, alegre, una mujer de ésas de comercial de champú, que camina descalza por la grama, sonriendo. Sí, ya sé, eso sólo ocurre en la televisión, pero el tema es que se hagan una idea. Una mujer que se sienta frente a la ventana y escribe, palabra tras palabra, con calma. Una mujer feliz. Esa mujer no le grita a su hijo pequeño porque derramó el jugo sobre la alfombra.
La mujer que yo soy en este momento, seguramente lo haría, si tuviera hijos.
En ese instante algo estuvo claro, y era que necesitaba escribir, por una parte, y necesitaba tomarme la vida de otra forma, por otra. No se trata de que no quiera estudiar nunca más, pero la vida no es una carrera de obstáculos. Y si uno piensa que tiene dos meses en el posgrado, y que terminarlo le tomará alrededor de tres años (y que, por lo visto, serán tres años sin escribir), y siente ganas de llorar, es evidente que algo no anda bien.
De modo que éste es un largo, introspectivo y personalísimo post para explicar por qué decidí abandonar el posgrado, luego de sólo dos meses y medio en clases, y a pesar de haber pagado el semestre con el sudor de mis falanges. Que podría resumirse a decir que lo abandoné porque no era feliz haciéndolo, pero la parte de divagar al respecto era más divertida.
Además, quién quita que todo este sinsentido le sirva a alguien que se esté dejando la vida en algún lugar donde no quiere estar.

(Ah, claro, y por eso fue este post).


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