Sonia vivía más segura dentro de las rutinas. Se habían apoderado de ella y formaban parte de su vida, de su piel y de su respirar. Cada mañana cumpliendo con un ritual que ya era tradición, realizaba una serie de actos estudiados, repetidos y milimétricos. En cuanto se despertaba a las seis de la mañana y tras largo rato mirando al techo se levantaba y se quedaba mirando el cuadro que tenía justo enfrente de la cama, era un cuadro abstracto de vivos colores que pintó hace ya muchos años su hijo pequeño que ahora tendría cerca de los 20 años, en esos momentos ni siquiera podía acordarse de la fecha exacta del nacimiento de su hijo. Era un cuadro que aunque de mala calidad y bastante deteriorado, sin ningún valor económico, estaba desde el día que se hizo en el mismo lugar porque a ella siempre la ponía de buen humor y hacía que comenzase el día sintiendo su fuerza, o al menos la traía el recuerdo de ese hijo que siempre fue su favorito y hacía más de tres años que solo sabía que vivía con su novia y trabajaba de comercial en una pequeña empresa de un pueblo de la sierra.Con el sentimiento agridulce que la dejaba lo que para ella representaba el cuadro, se duchaba y sin planearlo siempre era la misma hora en la que entraba en el baño y la misma en la que salía para continuar con la limpieza exhaustiva de su cuerpo frente a un espejo de su habitación ostentosamente decorada, un espejo sobre un mueble antiguo herencia de su madre, que reflejaba casi la totalidad de su cuerpo. Pintarse las uñas, maquillarse, elegir la ropa tomándose un largo café, peinarse, cubrir su cuello con perfume y salir de su casa para dirigirse al coche que ella misma conducía para llegar a su lugar de trabajo en un banco como directora de la sucursal, unas manzanas más alejadas de su casa. Todo se convertía en un baile sincronizado, una extraña rutina que se había convertido en su forma de vida. Uno de los beneficios de controlar cada movimiento era que se había convertido en la mujer elegante, sofisticada con la que siempre había soñado. Su forma de vestir, de peinarse, de maquillarse, de andar, de hablar e incluso su candencia al moverse casi a cámara lenta hacían de ella una mujer distinguida e incluso envidiada. Dentro de su coche ponía la radio y circulaba despacio haciendo que todos sus vecinos no pudieran quitar la vista de ella. Era magnética, siempre había destacado de todas las demás niñas, jóvenes y mujeres con las que se había rodeado. Nunca tuvo una amiga fiel, una “mejor amiga”, era reservada, nunca hacía lo que la mayoría. Se tomó los estudios muy en serio y solo al final de la carrera universitaria conoció a Mario que uno años más tarde se convertiría en su marido y con el que tuvo tres hijos. Dos niñas María y Camino que ahora tenían 28 y 25 años respectivamente y David el pintor. Siempre fue fría hasta con sus hijos que la veían como la mujer de las prohibiciones. Recibieron por su parte una educación firme, incluso dura, razones por las que uno a uno y siempre a la edad de 18 menos el menor con 17, se fueron marchando para huir de la castrante y asfixiante educación de una madre que solo veía importante el éxito, la apariencia y el puesto social. Seguramente por eso construyeron sus vidas en terrenos lo más alejados a los que su madre les había casi forzado. Escritora, cineasta y pintor fueron las vidas que eligieron en contra de la opinión de su madre. El mismo día que su hijo pequeño se marchó de casa también lo hizo su marido, quedando así sola en una enorme casa. Como siempre y con todo, a ella nunca pareció que tales movimientos en su vida la afectaran, ella siguió con su rutina y su vida profesional que tanto éxito y reconocimiento la había traído a su vida. En el banco siempre la recibían con respeto y miedo a partes iguales, también era dura allí. De ocho de la mañana hasta las cuatro, siendo ella misma la que abría la puerta del banco y la que lo cerraba, su cara era la de la mujer más exitosa y feliz del mundo. Acabada la jornada volvía a su repetitiva rutina. Montaba en el coche y si no tenía ninguna cosa que comprar, recoger o entregar iba directa a su casa, donde después de otra ducha, se vestía siempre elegante comía algo rápido y se sentaba en el sillón de su salón y empezaba o acababa un libro. Llegadas las siete de la tarde y después de leer su correo, arreglar algún asunto administrativo de su casa, hacía ella misma la cena aunque tuviera gente contratada para tal labor. Cenaba sola en el comedor, siempre elegante, siempre distinguida, siempre sola. Recogía los utensilios utilizados en la cena y se colocaba ropa más cómoda para ver un rato la televisión, una película o algún documental. A las diez de la noche después de otro repaso a la higiene de su cuerpo, se colocaba su ropa de noche y se metía en la cama, donde sentada se quitaba las joyas, miraba el cuadro de su hijo, se tumbaba y tras un pequeño silencio que rompía todos los silencios que durante el día la rodeaban, llegaban a su cabeza los pensamientos que tanto intentaba evitar. Siempre intentando controlar cualquier sentimiento, cualquier impulso que denotara debilidad, pero era ese momento cuando por más que se resistía toda la soledad se la caía encima. Tal era la presión que ejercía sobre ella que las lágrimas, escasas y tímidas asomaban por sus ojos para resbalar por ese rostro, que más que rostro era ya una mascara autoimpuesta. Se enjuagaba las lágrimas y se reñía interiormente por ser tan débil. Se decía buenas noches y apagaba la luz, sola, se dormía en la cama de matrimonio, en un rincón, sin pensar, sin sentir, simplemente sola.