Ya he regresado de Ámsterdam feliz y cargado de recuerdos indelebles. A la mañana siguiente de mi regreso veo que Rocío Rosa me ha enviado parte de las preciosas fotografías que tomó durante el miércoles 25 de junio. Es buena fotógrafa y capta el alma, no puedo decir más. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
A Rocío y Cristian, para quienes el futuro es nuevo cada día
Fui estudiante en Holanda, durante los míticos tiempos en que realizaba mi tesis doctoral. Entre verbos latinos de vestir y concordancias de léxico puedo encontrar, aún en mi recuerdo, el sonsonete de los tranvías amarillos y parte de ese característico barullo que siempre hay (y habrá) en el Rokin. La tesis doctoral de Cristian Crusat me ha devuelto a aquellos días, ahora no como doctorando, sino como tribunal de su propia tesis. Es una gran tesis que nació, por cierto, del flechazo académico que ambos sentimos cuando el profesor Fernando García Romero nos presentó hace muchos años en la Complutense. Pocos temas se prestaban tanto a aplicar la noción de “Historia no académica de la literatura” como las vidas imaginarias de Marcel Schwob. Al cabo del tiempo Cristian ha podido terminar su tesis y defenderla, y yo he tenido el honor de darle el título, por gentileza de sus promotores, la profesora Ieme van derPoel y el profesor Pedro Valdivia. Fue un día más que emocionante, en la preciosa capilla de la universidad, por donde tantas veces había pasado yo mismo mientras pensaba en mi trabajo de tesis. El acto de la defensa de la tesis fue solemne y se atuvo a los ritos preestablecidos por el protocolo. Me encantó vestirme de “Erasmo” con mi buen amigo el doctor Albadalejo, que también entró en el juego con el buen humor que era esperable en él. Tras la defensa, Cristian nos ofreció un cóctel en la planta baja del mismo edificio, donde todo el mundo se fue marchando después “a la holandesa”.
Yo le había prometido que no me marcharía (por ello me quedé un día más en Ámsterdam). Así que tras este cóctel nos fuimos a comer después tanto Cristian como Rocío Rosa y una amiga común de ellos, Luisa, que ha comenzado una nueva vida en Holanda.
Aquí comenzó la etapa más entrañable de ese día, sin cuyo complemento toda la solemnidad de la mañana se hubiera quedado desnuda. Gracias a aquella comida distendida y amable en un típico coffeshop holandés fuimos tomando cierta conciencia de lo ocurrido unas horas antes. Tras un descanso, sobre todo para que los nervios acumulados por tanta emoción se relajaran, quedamos luego, a las ocho, Rocío, Cristian y yo para ir tomar algo en el café De Jare, tan cercano a la propia Universidad de Ámsterdam y a todos mis recuerdos (allí habíamos tomado una cerveza el profesor Jan de Jon y yo en otro tiempo, tras una búsqueda sistemática de un verbo latino en las entonces primitivas concordancias electrónicas de Cicerón).
Rosa llevó su cámara de fotos y en realidad aquellas horas restantes, mientras la noche se cernía sobre los canales y las luces cálidas dominaban el café, terminaron siendo mágicas.
Recordamos algunos cuentos de Cristian, en especial aquel que recrea a un profesor en Marsella que, precisamente, había hecho su tesis sobre los verbos de vestir en latín (y mientras él escribía este cuento, yo, sin que casi nadie lo supiera, estaba en Marsella), hablamos de las luces de Ámsterdam prendidas en las pupilas de la Albertine de Proust, de un poema de Safo donde se habla de la contemplación amorosa y de los días que duran para siempre, según Cavafis. Aquella tarde-noche se volvió el broche sutil de un gran día, al igual que el paseo que después dimos, pues yo quería acompañarles hasta su casa, entre canales nocturnos.
Rosa quiso hacer una fotografía a una puerta rodeada de naturaleza, lo que me trajo una extraña sensación de cercanía a la infancia. FRANCISCO GARCÍA JURADO