La conversación fue breve. Sólo le pedía que fuera a buscar a su hijo al colegio y que le hiciera el favor de que se quedara a dormir en su casa esa noche. No era la primera vez que le pedía este tipo de favores. Su amiga ya estaba acostumbrada a este tipo de llamadas. Tampoco le era ajena esa vergüenza que le imposibilitaba salir a la calle por tener un ojo morado, el labio partido o las costillas tan doloridas que subir las escaleras de su casa se convertía en un trabajo asfixiante. Tampoco le extrañaba la respiración entrecortada. No era la primera vez que entre sollozos, angustia y nervios le pedía que cuidara de su hijo para que no la viera nadie así. Aceptó sin rechistar. Sólo un breve “¿quieres que vaya allí?” para soslayar su empatía cruzó la línea telefónica, aunque sabía que por sistema declinaría el ofrecimiento. En ese momento lo realmente importante era garantizar la seguridad del niño, ambas lo sabían.
En realidad las dos amigas en ese momento no tenían la misma visión de lo que había sucedido. Al otro lado del teléfono, la amiga, creía que era otra paliza más de ese mal animal mal parido hacia su amiga. Pero en realidad no era una paliza más. Había sido la última.
Tras colgar con su amiga y aliviada por saber que su hijo no la vería a ella en semejante estado, ni a su padre, ni el dantesco aspecto que presentaba su hogar; tomó el teléfono nuevamente, respiró hondo y marcó una vez más el número de la Guardia Civil.
Ya conocía el ritual de preguntas, pero esta vez se lo saltó y con cierto alivio dijo al agente “Sí, quiero informar de que se olviden de la orden de alejamiento. Ya no hace falta. Acabo de matar a mi marido. Sí, no he podido esperar a que me matar él a mi…pueden venir cuando quiera, les espero.”. Colgó. Había llamado tantas veces que era seguro que a partir del número de teléfono tendrían rápidamente el domicilio. Sabía que en un rato comenzaría el circo de luces, agentes, televisiones y demás buitres que sólo acuden al olor de la muerte, pero que huyen cobardemente de los gritos de auxilio.
A sus pies yacía el cuerpo inerte de su marido, boca abajo. En mitad de un charco sanguinolento, maloliente y oscuro. Se quedó mirándole con desprecio. No pudo evitar recordar la reciente conversación con el agente de la Guardia Civil que había atendido su llamada.
Mirando el cadáver que estaba a sus pies comenzó a hablar.
“¿Para qué quiero una orden de alejamiento? –su cara mostraba cierta sorna- ¿Para qué? Aquí estás. En mi casa, a pesar de las denuncias, de la orden de alejamiento. Cómo se nota que al señor juez no le han cruzado la cara, ni le han insultado, ni vejado. Si le hubieran hecho una milésima parte de lo que yo he tenido que soportar habría tenido tres escoltas velando mi sueño y el de mi hijo.”
La mujer guardó silencio un momento mirando al difunto. Pero, dejando salir la última bocanada de odio que tantos años de maltratos recibidos, empujó el cuerpo para ponerlo boca arriba y poder espetarle a la cara.
“Te di todo. Te di mi amor incondicional. Te lo di sin pedirte nada –hizo una pausa negándose con la cabeza toda su vida anterior- ¿Cómo pude enamorarme de ti? No sé, quizás me enamoré de la trampa que me tendiste con tus sonrisas, tu buen humor, tu cariño bien medido, el aparente respeto… Todo eso veo que era una gran mentira. Una artimaña para conseguir una estúpida que te aguantase Tú sólo buscabas un electrodoméstico al que follarte sin pagar. Eso es lo único que querías de mí. Y para colmo eras un pésimo amante. ¿Crees que no puedo ser tan puta en la cama como las otras mujeres que te tirabas por dinero? Nunca supiste motivarme, ni te esforzaste en averiguar mis fantasías, ni en satisfacer mis necesidades. Me ignoraste porque te convenía. Era más fácil para ti dejarme a la mitad y gastarte el dinero en whisky y putas que no te iban a criticar por ser un cretino.
Bien te esforzaste en que no pudiera encontrar un trabajo que me permitiera poder hacer y deshacer. Claro, el hombre es el que tiene que traer el dinero a casa, ¿no? Para que la mujer no tenga más remedio que acatar sus órdenes. ¿En qué minúsculo cerebro –continúo la mujer- puede caber que el hombre sea el que tiene que trabajar para sostener la familia y que la mujer se quede sometida en casa a sus caprichos? Eso no te valdría ni en la edad de las cavernas, porque un pingajo fofo y estúpido como tú habría sido comida para osos a las primeras de cambio.”
La mujer se quedó mirando la cara de sorpresa dibujada en la terrible mueca del difunto, que tenía previsto ser él el asesino que limpiara la sangre del cuchillo antes de irse a tomar unas copas para celebrar su hombría. Pero las cosas no siempre suceden como se tienen planeadas y en ocasiones te dan sorpresas. No se podía esperar que su mujer consiguiera sacar el valor suficiente para repeler su agresión con la misma determinación que él. Tantas palizas habían quebrado su cuerpo en multitud de ocasiones, su autoestima, pero no habían podido acabar con la esperanza de tener un futuro en el que poder vivir sin golpes, insultos y menosprecios.
“¿Qué te pasa? –agitaba la cabeza esperando una respuesta que nunca llegaría- ¿Se te hacía insoportable asumir que ninguna mujer quisiera acercarse a ti? No es por tus arrugas, ni por tu panza, ni por la falta de pelo. Es por tu actitud prepotente y soberbia hacia cualquier cosa que escape a tu control. Tu amargura, tu inseguridad se huelen de lejos. Bueno, tu falta de higiene también, pero eso se arregla con una buena ducha. Lo otro apesta más que una charca infestada de babosas.”
La mujer continuaba hablando con su difunto marido. “¿Te das cuenta de para que me escucharas he tenido que matarte? ¿No podías haberme prestado un poco de atención cuando te lo pedí?” Ella sabía que no era una conversación, sino un soliloquio, una letanía de reproches que sólo servían para vaciar todo el rencor acumulado y poder comenzar una vida nueva.
“Lo que no te di, me lo arrebataste. Y no me refiero –no podía dejar de hablar en la espesa espera que imponía la próxima llegada de la Guardia Civil- a los mejores años de mi vida, porque ahora sé que los mejores años de mi vida van a ser los próximos. Van a ser todos los años que viviré sin miedo a que me grites, a que me pegues, a que me desprecies, a que hagas daño a mi hijo. Esos van a ser los mejores. Y me los tengo merecidos por el infierno que me has hecho pasar pedazo de hijo de la gran puta.”
“Me quitaste mi vida –la ira acumulada de la mujer le empujaba a acompañar cada frase con una patada en el costado del muerto-, me quitaste el ser mujer porque querías que fuera un apéndice tuyo. Nada más. Sin juicio propio, sin palabra, sin capacidad de decisión. Un mueble útil, sin voz, ni voto. Y eso acabó por consumirme. Me aniquilaste totalmente y llegué creer que cada hostia que me dabas me la merecía. Y que tendría que ser así porque ya no podía ser nada sin ti.”
“El día que me amenazaste con el cuchillo reaccioné y me di cuenta de que era una cuestión de tiempo que me mataras.” La mujer se sentó en la silla que tenía al lado. Estaba exhausta por los nervios, por el dolor, por las heridas que había sufrido en la reyerta con él. Tenía las manos llenas de cortes y ahora se daba cuenta de que también tenía una herida en la ingle de la que sangraba lentamente. La adrenalina circulaba de tal manera por ella que no sentía el resultado del machetazo recibido entre sus costillas.
No recordaba bien cómo había sucedido todo. A pesar de la orden de alejamiento él la había jurado que sólo quería hablar con ella y llevarse algo de ropa. Sabía que si no le dejaba entrar él podría estar acechándola durante varios días, como había hecho en otras ocasiones. Accedió a que entrara porque a esa hora del día había gente en el edificio y sobre todo, porque su hijo no estaba en la casa, de modo que si sacaba a pasear la mano otra vez no lo vería el pequeño. Sin embargo, en cuanto el hombre cruzó el umbral de la puerta su instinto le dictó que se preparara, que hoy no iba a haber una paliza como las de costumbre. Que había algo más.
Recordaba que él entró muy calmado en la cocina, que ella había dejado en el fuego un sofrito. Le hizo gracia que en ese momento se hubiera acordado de bajar el fuego para que no se le quemara, cuando lo que estaba en peligro era su vida y no que la comida se echara a perder. Pero aquella pequeña casualidad le había salvado la vida. Aquella fijación por su cocina le había permitido tomar el cuchillo de la encimera y ocultarlo rápidamente en su delantal.
Para disimular se sentó en su lugar habitual al extremo contrario del que estaba el marido.
El hombre entró extrañamente amable, incluso le preguntó qué tal estaba, cosa que hacía mucho tiempo que no escuchaba. “Ven, tengo que decirte una cosa”, salió de la boca del marido en un tono anormalmente amable. Ella casi no respondió, confusa y tensa. Pero se puso en pie y lentamente se acercó a él. Al llegar a un brazo de distancia se detuvo en seco y pudo empezar a detener los machetazos que él lanzaba indiscriminadamente hacia ella.
Ahora se daba cuenta de que algunos de los golpes de cuchillo que su marido le había asestado con la intención de asesinarla sí que le habían alcanzado. Pero esa parte era muy complicada de recordar. Aquellos lances se agolpaban desordenadamente en su memoria. Más que los actos ella recordaba la sensación de angustia al percibir la muerte cercana y violenta. La desesperación de saber que cualquier grito que diera no serviría de nada. Que nadie podría ayudarla por que las órdenes de alejamiento no impiden que la muerte te visite. Tampoco estaba muy segura de cómo consiguió sacar el cuchillo grande con el que había troceado los ingredientes del sofrito y cómo logró clavarlo en mitad de la garganta del hombre que la había obligado a ser una homicida.
Esas imágenes iban y venían constantemente. Pero no impidieron que ella continuara hablando con el finado:
“Dudo que alguna vez pueda confiar en otro hombre. No quiero volver a ver como Jekyll se transforma en Hyde.”
“Ahora me acuerdo de lo que te gustaba la película “La chaqueta metálica”. Nunca soporté verla. Y tú me obligabas a hacerlo. Mis gustos no te importaban. Sólo podían prevalecer los tuyos. Una guerra es una aberración a la que una madre jamás enviaría a sus hijos para que los maten. Esta es mi pistola este es mi fusil…que forma tan infantil de enfrentarse a la muerte.”
“¿En eso consiste la hombría? ¿Armas para matar hombres y falos para someter mujeres? Mirándote muerto en el suelo, me vuelvo a acordar de esa asquerosa película que tantas veces me obligaste a ver. Ahora que estás tú en el suelo, muerto, frío e inofensivo, puedo decir lo mismo que alguno de los patanes que salían en la película y que lo mejor que se le ocurrió decir a un compañero caído era “mejor tú que yo”. Y estoy de acuerdo. Creo que es mucho mejor que estés tú muerto, que yo asesinada.”
“¿Qué crees que puede pensar un niño al ver que su padre el arranca un pendiente a su madre de una bofetada? Le estás diciendo que la violencia es buena. Que se puede pegar a una mujer impunemente sin motivo ninguno. Que se la puede insultar, vejar, vilipendiar, zurrar, follar, reprender, pisar y que todo eso es lo que debe hacer cuando se convierta en un adulto. “
“Espero que mi hijo no haya heredado tus genes tóxicos y en lugar de eso haya aprendido que la violencia sólo consigue que te aniquilen violentamente. Como te ha pasado a ti.”
Se fijó que al lado del difunto estaba la sartén, tirada en el suelo. El sofrito adornaba la mitad de la cocina. Desde el techo, al suelo. Probablemente en algún momento de la reyerta ella agarró la sartén y la soltó contra su agresor. Eso le hizo recordar que él ya ni probaba la comida que ella cocinaba. Y no pudo evitar recriminárselo.
“¿Tenías miedo a que te envenenara? Jamás se me hubiera ocurrido eso. Yo no quería matarte, sólo quería que me dejaras en paz, que te largaras y dejaras de amargarme la vida. Pero tú eres mucho más mezquino y creías que yo sería capaz de matarte a sangre fría, tal y como tú lo intentaste conmigo. Tenías miedo de que tuviera amistades, de que pudiera contarle a alguien la verdad de lo que estaba sucediendo cuando cerrabas la puerta de la casa con llave. Cortabas internet, me vigilabas el móvil. ¿O quizás era miedo a que pudiera encontrar un hombre de verdad? Más fuerte que tú, con la polla más grande y con más dinero. ¿Eso es lo que crees que las mujeres buscamos? Bueno alguna hay que hace de su coño su mejor inversión, pero no nos juzgues a todas por la forma de actuar de unas pocas.”
Las luces de la policía se filtran por las cortinas de la cocina. El sonido de las sirenas apaga la voz de la mujer, que aun así intenta rematar todo lo que quería decir al cuerpo que la convertía en una viuda tranquila.
“Me quedo con la duda de si pensabas en suicidarte después de matarme, para no asumir tu culpa. Yo no. Después de haber soportado todo el daño físico y moral que me has infringido, tengo el coraje necesario para aguantar con la cabeza bien alta que me llamen asesina. Lo seré o no. Me da igual. Lo que soy ahora es libre, aún dentro de la prisión que me espera.”