En lugar de alegrarse y tomar a broma la situación, mi padre se mostró claramente decepcionado. Yo no daba crédito: tenía delante a la única persona sobre la faz de la tierra que estaba deseando compartir con el Estado el producto de su trabajo. Ese afán contribuyente no podía ser humano: ¡Mi padre era un alienígena fiscal!
Sin abandonar por completo la teoría de los genes extraterrestres, con el tiempo elaboré una explicación alternativa: para mi padre, pagar impuestos era un símbolo de estatus, mientras que una declaración negativa confirmaba, por el contrario, que seguíamos oficialmente adscritos a la categoría de pobretones.
Me temo que esta perspectiva demostraba que, además de despistado, era un hombre muy cándido: hoy todos sabemos que el verdadero estatus reside en disponer de dinero suficiente para aprovechar las numerosas posibilidades de exención, compensación y perdón fiscal. Ya es un clásico el ejemplo que dio Warren Buffett en 2007, ante 400 millonarios que se habían reunido para apoyar la candidatura de Hillary Clinton a la presidencia: “Los 400 pagamos de impuestos un menor porcentaje de ingresos que nuestras recepcionistas o nuestras lavanderas”. Mientras sus impuestos representaban sólo el 17,7% de los 46 millones de dólares que obtenía al año, sus empleados, con ingresos mucho más terrenales, pagaban de media el 33%. Y esto sin evasión ni fraude fiscal, simplemente aplicando una legislación tributaria que mima a quienes considera potenciales creadores de riqueza.
En mi pasada reencarnación, uno de los mensajes que solía transmitir en las actividades de educación financiera para inversores era: “Antes de elegir un producto de inversión, no te fijes sólo en los rendimientos; considera también los gastos y el impacto financiero-fiscal que tendrá en tu patrimonio”. Y me quedaba tan contenta. Pero qué cándida era yo también, Dios mío. ¡Como si fuera tan sencillo! Las leyes fiscales no sólo responden a una lógica compleja y misteriosa, sino que tienen la antipática costumbre de estar cambiando continuamente. En semejante maremágnum, estimar el impacto financiero-fiscal de cualquier cosa no requiere cultura financiera, sino un ejército de asesores como el de Warren Buffett.
Al margen de la dificultad de entender las leyes fiscales, el pago de impuestos es una de las obligaciones con peor imagen del mundo. La mayor parte de los ciudadanos no alienígenas, de todos los niveles económicos y sociales, perciben las cargas tributarias como un expolio, una desposesión cuya justificación en términos de redistribución y bienestar colectivo resulta excesivamente abstracta.
De ahí que las campañas institucionales de los gobiernos para evitar el fraude fiscal traten de “concretar” ese bienestar mostrando escuelas, hospitales y carreteras y apelando a la solidaridad del público. Este tipo de argumentos son un arma de doble filo: si la percepción social sobre la calidad de la educación, la sanidad y las infraestructuras no es positiva, pueden resultar incluso contraproducentes. Pensemos en los eufemísticos recortes en sanidad y educación que se están experimentando ahora mismo en España. ¿Cómo se concilian, en la mente del sufrido contribuyente, con las ayudas públicas a un sistema financiero que fagocita recursos a la velocidad de la luz?