De repente, el que parecía ser el maestro de ceremonias, se desmarcó y cogió un cuenco vacío. Segundos después, con la mirada perdida y cubierto en sudor, entró en un trance ritual que le llevó a coger un cuchillo y hundirlo en un gallo negro. La sangre caía profusamente desde el cuello del animal que no tardó mucho en perder toda su sangre, la cual fue recogida en el cuenco del Maestro. Con las manos totalmente cubiertas de sangre, se dirigió a Mario y le pintó una cruz invertida en su frente, al tiempo que le daba de beber del cuenco. En ese momento, el Maestro pronunció una incomprensible oración en francés antiguo de la que Mario poco podía entender. Cuando la oración finalizó, el fuego saltó como si alguien lo hubiese avivado con gasolina, tras lo cual, el más abismal silencio se impuso de nuevo. Un sordo golpe retumbó. Mario acababa de caer al suelo, con los ojos en blanco. En su rostro, una visible sonrisa iluminaba la aciaga noche.
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