Tumbado en la cama miro el techo. Imagino entre las sombras que se dibujan en él, formas que cambian a cada instante. Persigo una de ellas, compuesta por una amalgama de hojas azotadas por el viento. Saltan, corren por el techo, se entrelazan, se separan, se aman y se odian. Sigo imaginando.
Un conjunto de ellas ha formado un corazón. Lo persigo con la vista, mi cabeza se mueve deprisa, al ritmo de su latir en el techo. Me pregunto cuánto tiempo llevo observando las sombras. Tanteo la mesilla y encuentro el móvil. Las tres de la mañana y yo sigo despierto.
Paula se ha ido esta noche. Ha hecho la maleta precipitadamente. Ha olvidado llevarse varias cosas. Imagino que llamará y me comentará que las recogerá por la mañana. Se ha llevado las llaves, así que cuando llame no podré quedar con ella con la excusa de estar en casa cuando regrese a buscar lo que se ha dejado.
Un caballo alado galopa por el techo. El viento aúlla fuera. Imagino la última noche húmeda en que me entregó su cuerpo y las promesas de amor que hice, como suelo hacerle cuando disfrutamos el uno del otro. Una diaria son muchas promesas, supongo.
He incumplido todas.
Hasta aquel día no había mirado a ninguna otra mujer. No entiendo por qué tuvo que pasar si yo la amaba, si la amo todavía. Dibujo su cuerpo en el techo, ahora las hojas me lo recuerdan: sus curvas, su caminar, su cabello ondulado. No forman su rostro pero yo lo imagino pues lo tengo marcado en mi retina. Es hermosa, toda ella, por fuera y por dentro. Y ya no está... Las cuatro de la mañana. La extraño.
Habíamos acabado en un local todos los compañeros de oficina. La chica nueva, Amaya, había entrado hacía un par de meses. Era simpática y atractiva. Tiene diez años menos que Paula, es fresca y viva. No digo que no lo sea, pues Paula es un volcán y exhala vida. Eso me enamoró de ella, sus enormes ganas de vivir. Pero Amaya era la novedad, lo desconocido que siempre atrae. Los seres humanos nos sentimos atraídos por aquello que no tenemos y, sobre todo, por lo que creemos que no alcanzaremos jamás. Amaya era inalcanzable. Su sonrisa, su mirada, su cuerpo que gritaba, toda ella. Bebimos demasiado, había mucho que celebrar. Aprobaron nuestro proyecto y eso suponía un año de trabajo garantizado, ingresos considerables para nuestra empresa y seguramente, un incentivo económico para todos los que participábamos en él. Corrió el alcohol y la música nos invitó a disfrutar. Llamé a Paula y le comuniqué que continuaríamos la fiesta. Ella me respondió que se quedaría un rato despierta pero que luego se acostaría. Me pidió que disfrutara de nuestro triunfo. Nos despedimos con un beso y un te quiero.
No sé cómo pasó pero acabé en casa de Amaya y metido en su cama. La relación duró apenas un mes, cuando mi compañera se cansó de mí y me reemplazó por Goyo, el de recursos humanos. Ahora que lo pienso no había relación, solo sexo. ¿Por qué lo haría yo entonces? Mil formas en el techo y continúo insomne, pensando en Paula.
¿Por qué se lo conté? ¿Remordimiento? ¿Deseo de descargar el peso que me oprimía el pecho cada vez que hacíamos el amor? ¿Trasladar a mi mujer la responsabilidad de tomar una decisión respecto a nuestro futuro? No podía tocarla pensando que había tocado a Amaya, me sentía ruin y estúpido a la vez. Fue solo por sentirme un hombre atractivo todavía. Voy camino de los cuarenta. A Paula no le importaba cumplir años, ella es hermosa, tiene un cuerpo deseable y un rostro bonito. Ahora lleva el cabello castaño pero cada dos por tres lo tiñe de un color. Es atrevida y me gusta. No necesitaba sentirme más vivo aún, jamás lo necesité pues con ella siempre me he sentido así... Paula es mi mujer, soy feliz con ella en la cama y fuera de ella. En la cama disfruto y fuera, vivo. Somos cómplices. ¡¿Por qué, por qué, por qué?!
Estoy haciendo sombras chinescas con las manos mientras persigo con ellas las formas del techo. Son las cinco de la mañana. Cuando me duerma sé que soñaré con Paula pero no consigo conciliar el sueño porque la extraño. Son cinco años durmiendo abrazado a ella, cinco años abrazados fuera del dormitorio, cogiendo su mano y ella la mía.
¡Por qué se llevó las llaves, joder! Sonará raro que cuando llame le diga que la esperaré en casa. Seguramente me dirá que prefiere que no esté cuando venga a recoger el resto de sus cosas. Paula es orgullosa. Lloró mucho cuando confesé mi infidelidad, lloró durante días. No dejó que la abrazara, rehusó hasta mi pañuelo de papel cuando se lo solté aquel día. No pensé que su reacción fuera tan desmesurada, pues comencé pidiéndole comprensión y apoyo, y jurando que la amaba como jamás he amado a nadie. Ahora está en casa de su amiga Ana y no me atrevo a llamar pues temo que me cuelgue el teléfono. Si supiera cómo estoy yo, despierto e imaginando formas en las sombras del techo... Paula... ¿estás despierta también? ¿Lloras? No llores, nena, esto no es desamor, es la locura de un necio que te ama, te desea y te añora.
Si no llama esta mañana para avisarme de que viene a recoger sus cosas, llamaré yo. No me importa que no me coja el teléfono o que, si me lo coge, me mande a la mierda. Creo que no lo hará pues Paula no es así. Jamás nos hemos faltado al respeto, bueno... yo lo he hecho al acostarme con Amaya. Ha sido la primera vez que le falto al respeto y respetar es una base imprescindible en la pareja.
¡Qué gilipollas! Perderlo todo por unos cuantos polvos. ¡Qué apuesta tan insensata! Paula es mi amante y mi amiga, disfrutamos en la cama, cada día es diferente aun después de cinco años. No todas las personas pueden decir eso de una relación... Yo sí. Y ahora me veo mirando el techo. ¿Qué hora es? ¿Las seis ya? Anticipo que este insomnio me va a tener en la cama hasta la hora de comer. Estoy agotado. El viento no cesa, ya no hay sombras en el techo. Amanece...
(continuará)