Quizás estas semanas, si apuramos estos últimos meses, no sean la mejor época para, digamos, confiar en ese oxígeno, para muchos, llamado cine. Y es que, siendo honestos y sinceros, vivimos una temporada bastante sombría y triste para el séptimo arte. Quizás por eso, 'Los Ilusos' la película de la que hoy, aquí, hablamos, me ha sentado especialmente bien. Casi tan bien como el primer rayo de sol del verano, o el primer regalo de navidades, como un rayo de luz lleno de, eso, ilusión emerge lo nuevo de Jonás Trueba, desde las entrañas del cine hasta nosotros, los cinéfilos.
'Los Ilusos' es una de esas pequeñas delicias que te devuelven la fe, la confianza, en el cine. Una película sencilla, irregular si la analizamos cinematográficamente pero con un gran corazón, con una gran alma que la convierte en uno de los largometrajes más especiales, personales, e importantes del panorama nacional y, ¿por qué no?, del panorama internacional. Rodada en un armonioso y elegantísimo blanco y negro que le sienta como un guante a la cinta, embelleciéndola, pese a que se rodó así para esconder las posibles imperfecciones técnicas, en lo visual y favoreciendo, aún más si cabe, el resultado final, el segundo film del hijo de Fernando Trueba (al cual va dedicada la película), rodado en celuloide sobrante e incluso caducado, entre amigos y entre risas, se erige como uno de los homenajes al cine más sólidos y sentidos de los últimos años. Sin recurrir a grandes artificios, dividiendo la cinta en cinco capítulos bastante marcados y diferenciados, incluso casi inconexos entre sí en la mayoría de su metraje y sub-historias, si es que podemos afirmar que 'Los Ilusos' posee sub-historias, ni siquiera una historia demasiado definida. Porque más bien, lo que narra Jonás, lo que cuentan sus personajes, disfrazados de sus actores (o viceversa), es algo casi onírico, un sueño. Un rodaje sobre un rodaje que quizás no sea un rodaje sino la vida. Bajo tomas perdidas entre las nubes del cielo madrileño, de una Madrid, a la que también homenajea, luminosa, bohemia, inquietante por momentos, entre sus calles, sus librerias y sus cines. Bajo la luz de la luna y de los carteles luminosos de las salas de cine, que resisten la tempestad del IVA, la crisis y los chaparrones. Los cines como refugio, casi como lugar de culto. Salas de cine vacías que no tristes, otras a las que nunca quieres entrar, llenas de sueños y esperanza. Vagan nuestros ilusos soñadores por esos lugares, mirando el tiempo pasar, liderados por Francesco Carril. Un Antoine Doinel contemporáneo y crecidito, con una mirada sincera y melancólica, nostálgica, lleno de ternura. Quizás él sea la esencia, el toque de magia, de la película. Quizás sea él, junto a una brillante y llena de estrella Aura Garrido, los causantes de que la chispa salte y encienda el espectáculo, tranquilo. Porque cuando ella aparece en pantalla, la película sube enteros, el romance tan nítido y a la vez del que tan poco parecemos saber que viven ambos protagonistas resulta tener una química pegajosa, llena de un amor ingenuo (iluso), atrayente y extraña, bella.
La referencia ese Antoine Doinel del que hablaba no es en vano, y es que la mano en la dirección, pese a ser, digamos, espontánea, de Jonás Trueba, y su conocimiento de la nouvelle vague, aportan a la cinta un toque "francés" que la añade personalidad. Un ritmo pausado y ligero domina la cinta durante su hora y media de metraje, con planos largos, secuencias que no guardan relación con lo anteriormente visto, humor absurdo y cierto desconcierto que aligeran la cinta que en absoluto llega a coquetar con el tedio. Y además, por si fuese poco, la película está llena de amor. Un largometraje lleno de romanticismo plasmado, sobre todo, en esa última parte, en ese romance que nos deja escenas fantásticas que bien podría ser una especie de himnos generacionales (la escena en la que los personajes de Aura y Francesco salen del cine bien merece el visionado de toda la película). Apasionante y apasionada composición profundamente cinéfila que transmite un feel good increible, que dibuja sonrisas y saca alguna que otra lágrima de emoción, quizás de melancolía o puede que incluso de amor. Solo queda rendirse a sus pies, porque un servidor ha quedado completamente prendado de 'Los Ilusos'. No me atrevo a afirmar que sea, ésta, la mejor película que se ha podido ver este año, pero si puedo gritar que estamos ante una de las películas más brillantes, y más vivas del 2013 y, claro, ante una de las más importantes. Porque, en el fondo, no esta mal ser un poco iluso, no está mal ser genio pero tampoco lo está, estar enamorado... y porque ojalá se hagan más películas así que nos permitan seguir soñando entre celuloide. Porque el cine no va a morir porque no puede morir, porque siempre seguirá en la oscuridad de nuestros sueños.