«El cáncer de mama, ahora puedo decirlo con conocimiento de causa, no me hizo ni más bella, ni más fuerte, ni más femenina, ni siquiera una persona más espiritual. Lo que me dio (…) fue la oportunidad de encontrarme con una fuerza ideológica y cultural (…) Una fuerza que nos anima a negar la realidad, a someternos con alegría a los infortunios, y a culparnos solo a nosotros mismos de lo que nos trae el destino»
Sonríe o muere (La trampa del pensamiento positivo) de Barbara Ehrenreich.
Más que una mala noticia resultó una molestia que les entorpecería la inexorable rutina. Además, a madre no le podía pasar nada, a pesar del terrible diagnóstico que les dieron aquella calurosa tarde de verano: cáncer de mama con metástasis en los huesos. Era innecesaria, por inútil, la mastectomía y los especialistas establecieron un plazo cruelmente corto para el fatal desenlace: no llegaría al año. Sobre todo por comodidad no perdieron la esperanza, ella que siempre pudo con todo, no les haría semejante faena.
Una de las hijas, gracias a la Asociación contra el Cáncer, a la residencia en Madrid y a su mala conciencia, consiguió que atendiesen a madre cómo transeúnte en un importante hospital universitario de la capital, en la calle Ibiza o Maiquez. Nombres nunca olvidados. Empezó un sórdido periplo por dependencias sanitarias. Pelear por los volantes que daban derecho a la atención oncológica en Madrid, en covachuelas comarcales gestionadas por inasequibles e impasibles funcionarios. Luchar por conservar la esperanza, cómo madre, siempre sonriente.
En el hospital oyó terribles y desesperanzadas historias de atroces muertes entre dolores, conmovido de que madre no perdiese la sonrisa, que permaneciese impermeable a ese olor a enfermedad y muerte. Había un relato, tal vez apócrifo, de un especialista en oncología —entonces se llamaba eufemísticamente «medicina interna» y al paciente nunca se le informaba— que tras auto-diagnosticarse la enfermedad se descerrajó un tiro en la sien. Les dieron esperanzadoras noticias, o tal vez fueron ellos los que convirtieron la neutra consulta médica en un clavo ardiendo. Le darían quimioterapia y tal vez tuviese posibilidades. Ya en la calle, sentados en las escaleras como gradas del hospital, una señora se acerco a decirle a madre, con voz queda, que estaba haciendo «fotos».
Volvieron a la rutina, con la novedad del viaje quincenal a Madrid a que le diesen a madre la sesión de quimio, al que pronto se acostumbraron. Estaban convencidos de que todo se había solucionado, madre así lo creía y para ellos esa creencia resultaba cómoda. Ella pensaba positivamente y sabía que Dios no iba a llevársela dejando abandonados a cuatro hijos y un marido. La hija se casó en otoño. Las sesiones seguían su programación y madre nunca perdió el pelo ni la dignidad.
Pocas semanas antes de la navidad padre vino solo de Madrid, el hijo mayor percibió que algo malo pasaba. Madre no tenía plaquetas y no podrían medicarla más. La realidad tomaba tierra. La trajeron el 23 de diciembre, con la indeleble sonrisa y la eterna esperanza. Ya no se levantó más. El 29 de diciembre moría con cincuenta y pocos años, dejando cuatro hijos, un marido y la esperanza intacta.