Me pellizco frente al espejo. No una, sino dos y hasta tres veces. Lanzo una carcajada que, de no ser porque estoy sola, seguro que llega mi compañera de piso, Laura, para preguntarme si me ha pasado algo. No suelo reír a menudo, soy más de hacer una mueca parecida a una sonrisa y no es un gesto que practique con asiduidad. Me ha dejado dos veces mi ex pareja en lo que va de año pero me voy a comer el turrón con un hombre encantador al que he conocido hace muy poco y por pura casualidad. ¡Y no somos nada más que amigos! Ha llegado en Navidad como los típicos dulces navideños así que por eso digo que con él me lo voy a comer. ¡Y el mazapán, las peladillas y la sidrita! Aunque me dé una indigestión luego. ¡Indigestión de sonrisas va a ser pues ya está bien de tener cara de acelga!
Por eso me pellizco, no por otra cosa, porque no puedo creer que vaya a tener una velada maravillosa con un hombre que no conozco. Bueno..., rectifico tal afirmación pues a Miguel le conozco muy bien aunque jamás le he visto. Es lo que tiene la virtualidad de Internet. Hoy voy a verle al fin y estoy que no quepo en mí.
Me he cambiado de vestido media docena de veces y mientras me quito uno y me pongo otro me miro en el espejo, giro como peonza, me río e incluso bailo de contenta que estoy. Me pregunto si en su hotel, Miguel estará haciendo lo mismo que yo. Ha viajado desde lejos para conocerme aunque, como yo, me conoce muy bien. Tengo más secretos con la imagen que me devuelve el espejo que con él. ¡Estoy feliz! ¿Hace cuánto que no lo estaba?
Hace seis meses, Andrés me dejó por segunda vez. La nuestra fue una relación que duró dos años con un intervalo de tres meses en que no supe de él. Me pidió tiempo y se lo dí, regresó y le abrí de nuevo mi corazón. Soy asi, me muevo por impulsos, soy una romántica empedernida, siento cierta nostalgia por los momentos felices y olvido las cicatrices. ¡Y tonta que soy también! Cuando me dejó la segunda vez, alegando que debía pensar un poco más, ya tenía yo el alma hecha pedacitos de a centímetro cuadrado... Pensé que no habría nadie que me ayudara a recogerlos todos y a pegarlos. Y llegó mi amigo Miguel con pegamento, tiritas y un arsenal de palabras amables a veces, rotundas otras, para que yo volviera a sonreír. Mientras me miro en el espejo y veo a una Isabel que vuelve a brillar, mi cabeza se pone en movimiento y recuerda las conversaciones con Miguel y las risas y las luces. Amigos, hermosa palabra. Dicen que un hombre y una mujer no pueden serlo. Difiero. Miguel y yo lo somos.
Pero ahora mi puerta está cerrada definitivamente para el tolai de Andrés. Cerrojazo. Laura recuerda esos días que ya quedaron atrás, cuando volvió a marcharse. De haber llorado más, mi habitación se hubiera convertido en un mar, metafóricamente hablando. "¡Cuantas lágrimas por un gilipollas! Isabel, ¡levántante de la cama, nena! ¡No te hundas ni te acomplejes! ¡ Andrés es un necio que se fue y regresó y ahora se vuelve a ir! ¡Guerra a los inmaduros, Isa!"
Y ahora que me ve alegre y con color en las mejillas no puede creer que sea un hombre quien me ha devuelto la sonrisa y el rubor a mi cara. Me dice: "no puede ser que no conozcas a ese hombre y que solo seáis amigos, Isa. Tú me ocultas algo." Y yo muestro mis manos y digo: "no llevo cartas de las que tú piensas, Laura, pero sí horas de charlas, amistad, risas y cariño. Y complicidad, mucha complicidad. Unos lazos hechos con mis lágrimas y la esperanza que él me ha dado. Miguel ha reconstruido a una mujer cansada y herida con el pegamento de la paciencia, el tiempo,el cariño sincero y la honestidad. No ha habido más y no ha habido menos. De ahí, Laura, que nuestros lazos sean mágicos."
Después de una hora al espejo, de maquillarme y de prepararme para la ocasión, me he vuelto a mirar y, de pronto, he cogido las toallitas desmaquillantes y ¡zas!, me he limpiado la cara y vuelta a empezar. Una base ligera, un toque de color en las mejillas, sombra muy suave y rimmel. Brillo en los labios. Mejor así, yo misma. Sonrío y canturreo.
Y al otro lado de Madrid, en un hotel cercano a la Puerta del Sol, un hombre de mirada azul sonríe frente al espejo y también canturrea. Curiosamente Miguel e Isabel cantan la misma canción, Happy de Pharrel Willians. Queda una hora para que se conozcan aunque, como dice Isabel, se conocen bien y solo tienen que ponerse cara. Han quedado a las puertas de la emblemática cafetería La Mallorquina. Atardece en Madrid. La ciudad sonríe, atenta al encuentro... Un capuchino y charla entre dos amigos, ¿qué más se puede pedir?