Alaska, 22 de abril de 2015,
Nos cuesta aceptar que no lo sabemos todo, ni podemos prevenir todo, ni todo está en nuestra mano. Ayer, profesionales que suelen mostrarse razonables en otros temas se explayaban en diferentes medios y redes, señalando a los posibles culpables de lo que había pasado en el instituto Joan Fuster. Para unos eran los padres, para otros eran la falta de recursos, o las instituciones, o los profesores, o el sistema. Es preocupante que esto pase con educadores sociales. Quienes nos dedicamos a esto deberíamos saber que parte de nuestro trabajo tiene de telón de fondo la incertidumbre. Hay cosas que podemos controlar y cosas que no. Hay cosas en las que podemos incidir y cosas en las que podemos incidir muy poco. A lo mejor si nos agarrásemos a los datos, más que al caso excepcional, sabríamos, como demuestra el psicólogo evolutivo Steven Pinker en Los Ángeles que llevamos dentro que vivimos en la época menos violenta de la historia de la humanidad, aunque eso no les guste a los agoreros ni a los fans del argumento de la pérdida de valores.
Hay en este oficio los que aspiran a un mundo feliz, un mundo sin dramas, sin catástrofes y sin imprevistos. Por eso cuando pasa una desgracia buscan con urgencia respuestas y culpables. Creen que todo, absolutamente todo, puede controlarse. Si la educación y el ambiente lo pudieran absolutamente todo quizás alcanzaríamos, por fin, la utopía, un mundo perfecto. Algunos totalitarismos ya lo han intentado. Pero el mundo real no es así: hay genes, y una historia evolutiva que habla de nosotros, hay azares e imprevistos, hay asesinos, hay enfermos y hay accidentes. No tenemos respuestas para todo y a veces solo podemos aspirar a contarnos lo que ha pasado. Llorar y guardar un minuto de silencio por las víctimas. Y seguir trabajando para que el mundo sea un poco mejor, cosa que, Pinker dixit, parece que vamos consiguiendo.
Luego está el griterío insoportable 2.0. En mis clases intento convencer a mis alumnos de las bondades educativas de las redes sociales pero, cada vez más a menudo, lo que se lee en Twitter o en Facebook es absolutamente despreciable. Es el pueblo desbocado, linchador de siempre, pero ahora con un amplificador delante. Es el retuitear y compartir cosas sin sentido. Es el matonismo, la demagogia, el populismo desatado. Es el supuesto experto pontificando con más aliento que datos. Es el grupo jaleando.
El cerebro emocional. Decía en una conferencia David Bueno, genetista y divulgador científico, que los adolescentes son más receptivos a los estímulos emocionales que a los racionales. Las pantallas son tremendamente atractivas para ellos porque entran por los oídos y la vista, dos de los sentidos más evolucionados para interactuar con el mundo, y les ofrecen novedades continuamente. También hablaba de las neuronas espejo, que hace que seamos animales imitativos y con capacidad de empatizar. Creo que es importante que trabajemos cómo se comportan en las redes esos niños y esos jóvenes, qué utilización hacen, qué códigos, qué imágenes, qué palabras y como esto va a favor o en contra de su desarrollo. Acompañarlos. Pero para eso hace falta que hagamos una reflexión seria y serena de cómo utilizamos nosotros mismos esas redes. Cuando linkeamos noticias falsas, cuando compartimos cosas sin sentido, cuando comentamos cosas sin argumentar, cuando acusamos a alguien, cuando somos irrespetuosos y maleducados en twitter, ellos, y sus neuronas espejo, nos observan.
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Este viernes, 24 de abril, es la última oportunidad de ver Educador Social en Alaska en Madrid. En la sala La Nao 8, a las 20h.
Y también el viernes, por la mañana, actuaremos en Les Franqueses del Vallès, para profesionales de los Servicios Sociales como cierre de una Sesión de trabajo sobre infancia en riesgo.
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