-¡No tienes escapatoria!
Juan ríe y corre tras de mí alrededor del sofá. Tras un par de vueltas me atrapa y ambos caemos encima de él. Comienza a hacerme cosquillas y le pido que pare, pero no me hace caso. Es un poco bobo. Es mi bobo. De pronto, miro donde hace un momento estaba y ya no hay nadie. Se fue, se fue hace mil años. Se fue para siempre. Sin embargo, siempre ríe y siempre me persigue alrededor del sofá y siempre me pilla y siempre, siempre, siempre...
Cuando estábamos juntos reíamos sin parar. Ahora también río, pero de otra manera. Río al recordar. A veces, no puedo reír y solo sonrío. Sin embargo, él me dio la fuerza para no quebrarme. Decía que me haría junco pues yo era árbol y los árboles se parten con un intenso viento. Los juntos se doblan y después, vuelven a erguirse. Juan me convirtió en junco. Por eso río y sonrío. A veces más, a veces menos, pero siempre veo el lado amable de la vida y rara vez me nublo por su lado más amargo.
Cuando se fue, creí que volvería a hacerme árbol y que el junco desaparecería, mas no fue así. Su larga enfermedad me preparó para lo que iba a suceder, para que no volviera a correr tras de mí alrededor del sofá para atraparme. Aprendí a imaginar que lo hacía y aprendí a imaginar que estaba a mi lado en la cama y que despertaba a mi lado y me acariciaba la cara, aprendí a charlar con él, a preguntarle qué haría él cuando un dilema se presentaba en mi vida, aprendí, en definitiva, a vivir sin que estuviera más que en mi cabeza. Algunos diréis que no estoy enferma porque vive en ella y debería estar ya fuera pues hace más de dos años que partió. No me importa lo que penséis, cada uno sobrelleva las pérdidas como le viene en gana. Mi amiga Julia dice que su madre la protege desde el cielo. Soy junco cuando Juan está conmigo y soy junco cuando no lo está. El hecho de que no haya querido que se vaya del todo pudiera parecer a algunos que he perdido el norte, que estoy un tanto chalada. Pero hay que ser muy cuerdo para ser junco. Muchas personas viven en una continua nube, en un continuo desear, en un viaje imaginario a lo que querrían ser y no aceptan ser lo que son en realidad. Desde mi punto de vista, son ellos los que no viven. Soy consciente de que Juan murió el seis de septiembre de dos mil dieciséis y si le dibujo en mi mente es porque en ocasiones me apetece recordar algunos de los momentos que vivimos. Suelo hacerlo cuando algún temor me atenaza o estoy triste o el día me ha ido peor de lo que esperaba.
Tenía treinta y dos años cuando falleció. Habíamos hecho mil planes, incluso hablamos sobre ser padres en un futuro cercano. Nos gustaba la idea. No pudo ser. Sin embargo, de esos mil proyectos que teníamos cumplimos cientos de ellos y con eso me quedo. Soy junco...
Hoy Luís despertó a mi lado. Es el primer hombre que se queda a dormir en casa desde que Juan se fue. Nos conocimos hace tiempo, en la fiesta de cumpleaños de Marta, una amiga. Lo que comenzó como una amistad es hoy algo más. No tenemos mil proyectos como los tuvimos Juan y yo, pero alguno se ha empezado a fraguar. Luís sabe que a veces veo a Juan y lo entiende. Le he hablado mucho de él y sabe mucho de mí. Sabe que quizás, algún día, mis días malos lo sean menos porque él esté conmigo y ya no necesitaré ver la sonrisa de Juan en mi cabeza para animarme. Es paciente, me dice y sonríe. Agradezco su paciencia y me gusta que esté, más de lo que él imagina. Llevamos tres meses saliendo y es la primera noche que se queda a dormir. Hemos desayunado juntos, me ha dejado en la oficina y se ha marchado a trabajar.
No hay dos personas iguales, ni dos amores iguales, ni dos días iguales. Juan será siempre Juan y Luís, bueno... ya veremos qué será Luís. Hay muchos días, mucha vida y muchos sueños por cumplir. De momento, sonreímos juntos.