“¿Dónde hallar la oscura huella de la antigua culpa?”
Edipo Rey
“Soy responsable, pero no me siento culpable”: arrogante, el almirante Eduardo Emilio Massera miró a los seis jueces que debían juzgarlo y lanzó esa frase inicial. Fue el alegato más político. El tono imperativo y la indisimulada conmoción de los agentes de seguridad que habitualmente montaban guardia en la sala del tribunal nos llenó de miedo. Entonces, los autos Falcon, otrora símbolos del terror, todavía se estacionaban en las escalinatas del Palacio de Tribunales. Una periodista, madre y abuela de desaparecidos, al día siguiente me confesó: “Anoche, creí que me secuestraban”. Sólo veinte años después, ya libre de aquel terror, pude entender la brutal dimensión de aquella frase: “Soy responsable, pero no me siento culpable”. Dos palabras de apariencia idéntica que, sin embargo, encadenadas, desnudan otro sentido. Frente a los dedos acusadores que hoy con liviandad e irresponsabilidad se erigen como varas morales de aquellos tiempos del terror, vale recordar el juicio a las juntas militares y aquel alegato del almirante Massera, quien para defenderse acusó a la sociedad que sustentó la dictadura militar. En aquel “soy responsable, pero no me siento culpable”, ¿el más político de los comandantes no habrá querido decir: “Soy responsable de los ciento trece asesinatos que aquí, en este tribunal, se reconstruyeron, pero ustedes son los culpables de haberme dejado ser asesino. Soy responsable de haber torturado, secuestrado y matado pero ustedes son culpables de haber apoyado el combate a la subversión. Soy responsable de haber terminado con un gobierno constitucional, pero ustedes son culpables de haber sustentado políticamente el gobierno militar. Soy responsable de la megalomanía de un Mundial de fútbol en 1978, pero ustedes son culpables de haber gritado los goles de ese Mundial. Soy responsable de haber querido ser el nuevo Perón de Argentina, pero ustedes son culpables de haber alimentado mis ambiciones. Soy responsable de haber terminado con todos los delegados sindicales, pero ustedes, los gordos, son culpables de haberme convertido en el brazo ejecutor de sus ambiciones. Soy responsable de haber buscado a la Iglesia para bendecir nuestras batallas, pero ustedes, los integrantes de esa Iglesia, son culpables de haber hecho de la sangre una redención de los pecados. Soy responsable de haber impuesto la censura, pero ustedes, los diarios, son culpables de no haber intentado eludir ese cerrojo. Soy responsable de la ilusión de la plata dulce, pero ustedes son culpables de haberse tirado en las doradas playas del Caribe cuando tantos estaban muertos bajo aguas menos transparentes. Soy responsable de haber inventado una invasión a las Islas Malvinas para popularizar a la dictadura, pero ustedes son culpables por haber aplaudido el envío de esos casi niños entrenados para un desfile y haberles dado la espalda cuando regresaron como mutilados”. Detengo la ennumeración para no correr el riego de que abandonen la lectura, molestos, con razón, porque bajo un estado de terror el ciudadano de a pie tiene poca responsabilidad en lo que sucedió. En los tiempos de ira o temor, la desconfianza cancela las relaciones con los otros, nos aísla en la soledad, incapaces de cualquier identificación por causa del terror. Cuesta admitir en las culpas colectivas la responsabilidad individual. A la hora de la luz democrática, sobreviven las actitudes adolescentes de poner las culpas en los otros, nunca reconocer la responsabilidad propia. En ese sentido, la frase de Massera, “soy responsable, pero no culpable”, pervive en las razones profundas de nuestros comportamientos colectivos Si sólo Massera es el culpable, yo no soy responsable de haberlo creído un salvador. Un razonamiento que se perpetúa y expresa cuando invertimos la ecuación y frente a las tragedias nuestras de cada día, nunca somos responsables porque siempre los otros son los culpables.
Fuerza y debilidad. La fuerza del terrorismo de Estado sólo fue posible por la debilidad de la sociedad. Los argentinos habían sido fragilizados por el caos del gobierno de Isabel Perón y por el terror ante la violencia, magnificada en los diarios y exagerada, también, por las mismas organizaciones guerrilleras, especialmente Montoneros. Cada atentado que se le adjudicaba, responsables o no, servía como una propaganda de sus acciones. La publicidad de sus actos de terror aumentaba el poderío real de la organización. Y aun cuando no se puede equiparar la violencia guerrillera con la descomposición de un Estado que combatió el terror con los mismos métodos que decía combatir, importa destacar que, al igual que aquella frase inicial del almirante Massera, “soy responsable, no me siento culpable” , la simplificación política de la violencia de los años setenta se haya reducido a una expresión religiosa, bíblica: los dos demonios. No el análisis y el debate profundo y por eso su humanización, sobre las razones que llevaron a miles de jóvenes a militar en las organizaciones armadas y donar generosamente sus vidas por un ideal de justicia. Menos aún, la aceptación popular de la violencia para resolver los problemas sociales, que se expresaba hasta en los chistes macabros que se hacían cuando algún uniformado era ejecutado. Como la responsabilidad no admitida de tantos profesores universitarios que nos formaron con esa Biblia de los 70, los aparatos ideológicos del Estado; el gurú Althuser, que terminó ahorcando a la mujer con una cortina a los ochenta años, o los que nos hacían oír las cintas grabadas por Perón desde su exilio en Madrid, desde donde nos instaban a combatir las injusticias con las armas.
Anécdotas que se desdibujan en el tiempo y deberían servir no tanto para deslindar responsabilidades sino para acercarnos al espíritu de una época que desembocó en una locura de muerte que no admite lecturas lineales, ni parciales, ni siquiera ideológicas. Tan sólo humanas. Como muchos de aquellos profesores pagaron con su vida, o con el destierro, lo que podría verse como una responsabilidad, la tragedia invalida ese debate. La víctima ya pagó con su calvario. Las consecuencias del terror se imponen sobre las razones políticas. Sólo así se entiende que la teoría de los demonios haya tenido aceptación, cuando en realidad fue una confesión de impotencia política. La sociedad aceptó aquella teoría, no tanto porque equipara el terror del Estado con la violencia de las organizaciones armadas, sino porque pone la violencia fuera de la esfera de lo humano. Si el diablo es el culpable, no tengo ninguna responsabilidad.
La sociedad encontró en la figura de los dos demonios la confirmación de su inocencia y su ajenidad frente a la barbarie que se desplegaba ante sus ojos. Cuanto más culpables son los militares, menos responsable es la sociedad que, al inicio, identificó la democracia como el sistema que iba a exorcizar los males y cuyo ritual de iniciación fue precisamente un juicio para castigar a aquellos culpables. Con el mal depositado sólo en los militares, los civiles que los sustentaron políticamente rápidamente limpiaron sus responsabilidades bajo el manto protector de la democracia naciente.
Es cierto que una parte no muy grande de argentinos conocía lo que sucedía realmente y pocos eran los que estaban dispuestos a decir una verdad que el régimen se encargó de ocultar, en base al terror. Este secreto se extendió sobre la sociedad y la hizo cómplice: el régimen instrumentó una propaganda eficaz. La violación de los derechos humanos reveló también que en Argentina se carecía de una cultura del derecho: el miedo nos tornaba sospechosos, pero todos estábamos disponibles a ser presos. Por tener un amigo guerrillero en la agenda, por los libros que estaban en la biblioteca o por las simpatías hacia el socialismo, como relatan muchas personas ya sin el miedo que entonces les selló la boca. Vale para nosotros lo que Arendt escribió para los alemanes: “Quién apoyó a la dictadura o fue su opositor sólo podrá averiguarlo quien sea capaz de ver el corazón humano. En el que, como es sabido, no hay ojo humano que penetre”. No se trata de probar que los argentinos no son autoritarios, en un país en el que la mitad del siglo pasado estuvo dominada por gobiernos militares que impusieron la lógica del cuartel, la obligación a obedecer y cada nuevo golpe superó al anterior en crueldad, hasta llegar a esa orgía de muerte que fue la última dictadura. Poco importa buscar al enano fascista, la persona autoritaria que vive entre nosotros, sino preguntarnos qué actitud vamos a tomar frente al pasado, cuando la línea que separa a los culpables de los inocentes es invisible y se ha borrado con tanta eficacia que ninguno de nosotros sabe quién tiene a su frente. Si un héroe anónimo o un criminal que no tomó las armas pero que en el pasado nos hubiera denunciado. O el que se alegró con cada muerte y respiró aliviado cuando llegaron los militares. El subversivo aniquilado, fuera de la ley, sin que se dudara de muchos fusilamientos, hoy lo sabemos, presentados como enfrentamientos. Una información falsa, deliberadamente hecha circular por los servicios de inteligencia como una forma de inhibir cualquier protesta. Pero, también, como una forma de involucrar al resto de los argentinos, hacerlos partícipes silenciosos de las muertes y las mentiras, esos dos virus que contaminaron la democracia. Fue la acción del castigo judicial la que invirtió la frase de Massera. El fue uno de los culpables, y los responsables, en un sentido amplio, son todos aquellos que simpatizaron con el gobierno de Videla y le dieron permiso político para aniquilar la insurgencia subversiva. Las naciones extranjeras que cambiaron sus condenas a las torturas de la dictadura militar ante la comunidad internacional por el trigo y la carne que compraban a Argentina. Como sucedió con la ex Unión Soviética y los partidos comunistas de Europa, que debían hacer malabarismos para condenar a Pinochet y atenuar de responsabilidades a Jorge Videla. Ese cambio de votos por favores que se observa en los organismos internacionales como proyección mundial de nuestros desprestigiados Parlamentos locales. ¿Quién se animaría a tildar públicamente de criminales de guerra a todos los señores de la buena sociedad?, interroga la filósofa alemana Hannah Arendt. Una pregunta que bien podemos aplicar a todos aquellos dirigentes eclesiales, políticos, empresarios, embajadores, periodistas que frecuentaban los salones de Videla y Massera. Pero, tal como sucedió con los nazis, debemos responder. No son culpables, sí son responsables del pragmatismo político que desechó la moral y confundió con salvadores de la Patria a los que se revelaron criminales disfrazados de uniforme. Otros salvadores inventó esta sociedad tan necesitada de ilusiones. La divulgación de la crueldad destacó menos los delitos económicos, los fraudes y negociados de muchos militares. Poco se ha reflexionado sobre la degradación de un Estado que se hizo terrorista y sepultó la idea misma del bien público, de todos. Con la política subordinada a la economía, poco se reflexionó sobre el sustrato cultural que facilitó la enajenación del país.
Sin consuelo. Al condenar a los culpables, la Justicia argentina fue más lejos que la de nuestros vecinos. Pero esto no es un consuelo. Más allá de las condenas, la culpa mayor es que hayan montado una máquina de muerte en la que se utilizó a miles de argentinos, obligados a secuestrar, a matar, a robar, y que caminan entre nosotros. No un puñado de crueles asesinos cuyas caras hemos visto en la televisión, sino aquellos a los que no conocemos y sin embargo fueron los empleados, los escribas, los médicos, los camareros que los servían, los artistas que los entretenían, los sacerdotes que los confesaban, los que fabricaban sus armas, los que arreglaban sus picanas, los periodistas que los entrevistaban, los cocineros que preparaban sus comida, los que lavaban las letrinas, los que limpiaban sus oficinas, las mujeres con las que se distraían de sus esposas, las mujeres que vestían a sus mujeres, los médicos que los atendían, los jardineros que cortaban las rosas de sus jardines, los mecánicos que arreglaban sus autos, los maestros que educaban a sus hijos, los choferes que los transportaban y escuchaban sus conversaciones, los que escribían sus discursos, los que los reverenciaban. Ya no los criminales que tienen nombre y apellido sino todos aquellos de los que se sirvieron para hace funcionar la maquinaria de muerte.
Lo espantoso es que en esta dinámica totalitaria todos están obligados a ocupar un puesto, aunque no sean directamente activos en los campos de detención. El asesinato masivo sistemático, concreción de nuestro tiempo de las teorías raciales y las ideologías del derecho del más fuerte, no sólo hace estallar la capacidad de comprensión de la gente sino también el marco y las categorías del pensamiento y la acción política. La capacidad humana para hacer el mal no es una tarea solitaria de un loco ni se sustenta en hechos aislados, individuales. Los exterminios masivos ponen al descubierto los pecados de complicidad, de omisión, y la negación, que demuestran de forma manifiesta y clara nuestra colaboración en la ejecución del mal. Porque lo peligroso de cada asesinato es el componente colectivo que comparte con los otros. Un pecado frecuente, cuando las mentiras y el poder se propagan rápidamente, ya sea por la prensa, los dirigentes politicos o los intereses económicos.
Sin embargo, no todos somos culpables. Y es importante destacarlo porque si todos somos culpables, entonces nadie es responsable, donde regresamos al inicio, la verdad escondida en una frase de apariencia inocente que no lo es: Massera intentó despojar su propia culpa en los crímenes con la falsa responsabilidad asumida ante el tribunal. Si es cierto que se siente responsable de los crímenes que fueron probados ante el tribunal, ¿por qué no aceptó ser juzgado? El se puso por encima de la ley como comandante de una guerra justa, y por eso no debía ser juzgado. Es culpable también de haber involucrado a miles de argentinos en el extermino masivo y secreto. En la medida en que el castigo es el derecho del criminal –y en este axioma se basa el sentimiento de la Justicia y del derecho de la humanidad occidental desde hace más de dos mil años–, la conciencia de ser culpable es parte de la culpa y de la convicción de la capacidad humana de responsabilizarse, parte del castigo. Para referirse al promedio de la conciencia de ese castigo, la misma Arendt reproduce la anecdota narrada por un corresponsal de Estados Unidos: “¿Mataban ustedes a gente en el campo? Sí. ¿La envenenaban con gas? Sí. ¿La enterraban viva? Pasaba a veces. ¿La traían de toda Europa? Supongo que sí. ¿Ayudó personalmente a matar gente? Jamás. Sólo era el tesorero del campo. ¿Qué pensaba usted de lo que estaba pasando? Al principio nos parecía mal, pero después nos acostumbramos. ¿Sabe que los rusos van a colgarlo? (Echándose a llorar) ¿Porque tendrían que hacerlo?”.
¿Qué he hecho yo? Si sólo había cumplido las órdenes, ¿por qué iba a ser condenado? El deber de obedecer que rige la vida militar diluye en los de abajo las que son responsabilidades de los de arriba. Bajo la apariencia de la imaginación creativa, es probable que el interrogatorio al oficial nazi lo reconozcamos dentro de una obra de teatro o entre las tramas de una novela. Una ficción que podría poner en boca de Massera aquel interrogatorio: ¿Mataban a gente en la ESMA? Otros lo hicieron por mí: soy responsable, pero no culpable. ¿Los arrojaban desde los aviones? Sí, pero no lo hice yo. ¿Los arrojaban vivos? Sí. ¿Los traían de toda Argentina? Sí. ¿Ayudó personalmente a matar gente? Jamás. Sólo era el comandante de la Marina. ¿Qué pensaba usted de lo que pasaba? No pensaba, era lo que había que hacer. ¿Sabe que va a ser condenado a prisión perpetua? (Es poco probable imaginar al orgulloso almirante en lágrimas) ¿Por qué habría de ser condenado si gané una guerra justa? Y el combate a la subversión fue una guerra justa. Soy responsable, pero no culpable. Y ahí caerá el telón, el público aplaudirá y, como en la obra de teatro Los últimos días de la humanidad, con la que Karl Krauss reconstruyó los sucesos de la Primera Guerra Mundial, cualquiera de los comandantes, de Videla a Massera, como Guillermo II en esa obra, podrá decir: “No era eso lo que yo quería”. Y todos podrán irse a la casa, convencidos de que así fue: responsables del golpe militar, que se les fue de las manos, los excesos: las muertes, torturas y asesinatos. Y lo que es peor, con el peso de la culpa por haber inducido esos excesos.
Al establecer la Justicia la culpa de las juntas militares por el crimen organizado, el del Estado, los responsables en un sentido amplio somos todos. ¿Pero quién se animaría a presentarlo de una manera tan amplia, so riesgo de desencadenar el fastidio colectivo de las buenas gentes que no se sienten ni responsables ni culpables? Un debate inútil. Cuando todos son culpables, nadie puede juzgar de verdad, ya que a esta culpa también se la ha despojado de la mera apariencia, de la mera hipocresía de la responsabilidad. La sentencia es el derecho del criminal, y ya sentirse culpable es parte de la culpa y la capacidad del ser humano para responsabilizarse, parte del castigo. Los axiomas que han sustentado desde hace dos mil años, en el mundo occidental, el sentido de justicia.
Soy responsable… Veinte años después de aquel alegato de Massera, menos público, fuera de las cámaras de la televisión y por eso protegido del escándalo, otras responsabilidades se insinúan y resuenan dentro de los ambientes ensombrecidos por el terror, las víctimas directas y el pensamiento de izquierda. “Soy responsable”, escribió el filósofo cordobés Oscar del Barco. Un mea culpa público de un hombre descarnado. No es un hombre cualquiera. Su nombre está íntimamente unido a la cultura argentina del último medio siglo. Uno de los intelectuales de izquierda que más influyeron en el pensamiento y uno de los fundadores, en la década del sesenta, de la revista Pasado y Presente, que inspiró y sustentó políticamente el intento del Che Guevara de crear un grupo guerrillero en el norte argentino, el Ejército Guerrillero del Pueblo, EGP, Oscar del Barco, no tomó las armas, no mató a nadie, no estuvo en el monte, pero como ideólogo de las acciones armadas de ese grupo se siente responsable por los que murieron en el monte salteño, especialmente dos jóvenes ajusticiados por el mismo grupo.
Cuarenta años después, el mea culpa de un intelectual de su prestigio e influencia cayó como una bomba sobre las entonces quietas aguas del pensamiento de izquierda. Sin embargo, sirvió como indicio de lo que late dentro de muchos corazones y pocos tienen coraje de exponer, sin correr el riesgo de ser patrullados por los dueños del pensamiento progresista.
Filosofía y psicología. Tal como sucedió en Alemania, como en todos los rincones del planeta en los que el hombre cayó y volverá a caer en la tragedia de aniquilar masivamente a sus hermanos, seguiremos indagándonos. Para mí, es más útil la filosofía que la historia, la psicología que la política. ¿Pero quién es capaz de descorrer el velo sin desgarrarlo?, se pregunta una joven estudiante que ha hecho de su tesis final una reflexión sobre la memoria del pasado de terror, que ella no vivió, pero de la que se siente heredera. De manera sencilla, metafórica, expresa lo mismo que se pregunta la psicoanalista Julia Kristeva: “Quién es en la vida del Estado el que puede ofrecer aquel marco óptimo para una nueva interpretación de la memoria, que a través del amor pueda incitar al perdón, en el sentido de transformacón de la violencia persecutoria en un nuevo comienzo?”.
¿Quién de nosotros puede encarar ese recomenzar si ni siquiera nos reconocimos en el mismo dolor, ni nos reencontramos en la liturgia de las exequias, ni compartimos los duelos, ni se restañaron las heridas? Sólo así se pueden limpiar las zanjas para los nuevos cimientos, abonar la tierra para que fructifique una nueva comunidad. No que niegue lo que sucedió sino que trascienda lo que la enloqueció. Si no intentamos responder estas preguntas, mal podemos curar los traumas colectivos, los de las instituciones del Estado. En ese sentido, el juicio a las juntas marcó un hito porque fueron juzgadas las atrocidades y ya nadie puede negar lo que sucedió. Ante los jueces, el pasado se exhibe en su crueldad y al nombrarlo gana un lugar en la historia con una nueva significación moral y social. La sentencia no sólo restituye el sentido del derecho sino que envía un mensaje social, de protección a las víctimas y, sobre todo, transforma el odio, la ira, el revanchismo que provoca el crimen. La justicia no devuelve ni las vidas ni priva del dolor. No anula el crimen, pero la falta de justicia perpetúa el drama y el delito. La impunidad siempre abre el camino a nuevas injusticias. El olvido impuesto, la amnistía, cancela ese retraer el pasado para convertirlo en memoria. Si las personas deben alivianar las cargadas mochilas de sus dolores, las comunidades deben honrar el pasado para que el olvido no sea un nuevo mecanismo de dominación. Como advierte Ricoeur: “Lo que honramos del pasado no es el hecho de que ya no existe más, sino el hecho de que alguna vez existió”. El sentimiento de culpa generalizada, no admitida, explica que el pasado del terror se reconstruya desde el dolor de las víctimas, nunca desde la responsabilidad de los que organizaron y administraron esa industria de fabricar cadáveres.
¿No será que la conmoción o la fugaz emoción frente a las películas o las novelas que recrean la tragedia actúan como una válvula de escape a esa culpa no reconocida? ¿No será que los relatos de dolor activan esa parte replegada en los rincones de la memoria? La víctima, antes que se la reconozca como la prueba ineludible, palpable, de lo que sucedió, al concitar emoción, expía las culpas de los que negaron los campos de detención y creyeron en la mentirosa propaganda oficial. Pero también debilita a la sociedad, que pasa de la vergüenza a la culpa y por eso se victimiza. Desentrañar esos resortes íntimos que llevan a que en un momento determinado un pueblo entero se desquicie no es una tarea de unos pocos, ni menos de una sola disciplina. La única condición es presentarse limpios de prejuicios, creencias, dispuestos a hablar de los males de nuestro país y no de los malos que personalizan y reducen un debate que debe incluirnos a todos. Al menos, ese todos integrado por tantas diferencias individuales exista debajo de lo que no es común a todos: la humanidad.
Recordar también es una forma de restituir ante nosotros mismos la dignidad perdida. Si el hombre es sagrado en su dignidad, tal como consagra la filosofía jurídica de los derechos humanos, todo lo que se hace contra la humanidad se hace contra nosotros mismos. Si somos capaces de sentir vergüenza, ya vamos preparando el camino del perdón. No para eliminar la acción de la Justicia sino para restaurar un valor inherente a la condición humana que nos permitirá deshacer lo que sucedió. Un perdón que nadie tiene derecho de pedir ni invocar en nombre de las víctimas, pero sí que, al perdonarnos íntimamente por no haber impedido el infierno de tantos compatriotas, no niegue el pasado como acontecimiento histórico sino que lo deshaga como peso. Y evite su profanación.
Norma Morandini
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