En mi calle había un niño que afirmaba ser un caballo. Era famoso por esto y también por andar siempre comiendo manzanas. Lo llamaban Juan el Caballo y también Juan el Manzanas. ¿Comen manzanas los caballos? No lo sé, yo creo que a este tipo de cosas uno no debe darle muchas vueltas si no quiere acabar tan loco como Juan el Caballo o Juan el Manzanas. Uno de los miedos más ancestrales de la gente es el miedo a la locura. Como decían en mi calle, basta con que a uno le dé un aire y ya se ha vuelto loco. La gente evita a los locos, como si la locura fuera contagiosa. Es verdad que uno llega de pronto a cierta edad en que la rareza o cierto grado de locura conlleva cierto extraño prestigio, pero yo creo que son más bien cosas de la adolescencia. Pronto llega el rechazo de los otros ya no por ser raro o loco, sino por pretender ser una u otra cosa. La adolescencia, definitivamente, es esa edad de pretenderse algo, lo que sea, con tal de que suponga la ilusión de cierta identidad. Pero pretensiones aparte, lo normal es que sea la normalidad la que te dé ese marchamo de prestigio, condición sine qua non muchas veces para que los demás consideren, siquiera, considerarte. Qué mundo raro este.
Una tarde, unos chulos del barrio se metieron con Juan el Caballo, le increpaban y yo temí que le dieran una paliza. Pensé que a lo mejor estos chulos deseaban en secreto ser un raro como él, pensé que a lo mejor envidiaban su sencilla, modesta autosuficiencia mientras paseaba por nuestra calle con una mano en un bolsillo y otra en una manzana. Esa noche, soñé que una manada de caballos salvajes, muy hermosos pero también fieros, espectrales y fieros, tomaban nuestra calle. Nadie se atrevía a salir de su casa, salvo el chico que decía ser un caballo. Juan el Caballo, Juan el Manzanas salía con total naturalidad mientras mordía una de sus manzanas y los caballos lo recibían como uno de los suyos. Cuando desperté, lo hice con el intenso deseo de ser yo también un caballo.