Tras que el tan insoportable sonido del despertador lo hiciera retornar, contra su voluntad, a la pesada consciencia de los que cargan con sus pecados, unos minutos reglamentarios lo hacían enfrentarse al vacío que dibujaba el silencio alrededor suyo. La mirada clavada en el techo de la habitación, que hacia a su vez de pantalla, donde cada mañana se enfrentaba al cruel escarnio de su conciencia, le devolvía al hecho de que nuevamente debería encontrarse con aquel hombre, el cual sin un motivo que el recordarse, lo había perseguido toda su vida, frustrando y destruyendo cada uno de sus sueños, de sus proyectos y de sus intentos por ser feliz, convirtiéndose en un enemigo tan cruel como intimo. No entendía como alguien podía albergar un odio y una sed de venganza tal, que fuera capaz de transformar su vida en un cruel juego de destrucción.
Había sido del todo inútil todo intento pedir una explicación, un porque a tan ciego rencor. El silencio siempre fue la respuesta a sus preguntas y una mirada de descarado desprecio le era devuelta con desafío. No soportaba ver aquella cara arrugada e inexpresiva por los años de persecución y acoso al que fue sometido, y que había pasado factura también a su intimo enemigo. Sin embargo, no pasaba día que no tuviera que enfrentarse a las constantes trampas y mentiras que aquel incansable enemigo creaba entorno a él. Agazapado y paciente, como el cazador que espera un descuido mortal de su presa, aguardaba el momento oportuno para acabar con todo lo que había conseguido o construido con esfuerzo durante su vida. Así ocurrió con su matrimonio, ahora ya un simple recuerdo de un amor que llenó sus días de dulces caricias y palabras de esperanza.
No fue más que la continua intromisión de aquel despreciable Ser quien hundió su relación y acabó llevándose con ella, no sólo todo el cariño de una mujer maravillosa, sino el de unos hijos que ya no reconocería y que fueron, en su momento, motivo de alegría y orgullo. Su trabajo y todas sus posesiones no fueron más que peones en aquel gran juego de ajedrez en que se había convertido su vida, cayendo uno tras otro ante la maestría de un jugador que parecía conocer cada uno de sus movimientos. Al borde del jaque mate, no le quedaba más que rendirse, tumbar su reina y buscar una derrota todo lo honorable que pudiera. Pero el odio, que su intimo enemigo había despertado en él durante toda su vida, lo imposibilitaba para buscar una derrota honorable, optando así por una salida, que aunque más cobarde, daba justo pago a su deseo de causarle tanto dolor como el que le creo.
Se levantó y tras vestirse guardó el arma, que había conseguido en los barrios marginales de la cuidad, en un bolsillo de su abrigo. De pie junto a la cama y con la mano acariciando el frío metal, se cargó de valor para realizar aquel ultimo movimiento. Lo tenia perfectamente planificado, consciente de los riesgo y de todo lo que supondría posteriormente para él. Las consecuencias a su acto serian más tolerables que seguir viendo aquel rostro hasta el ultimo día de su vida, retándole a un duelo, que sólo podía haber sido gestado en una mente enferma. Salió en su busca con la única idea de vengar las humillantes derrotas que le había infligido, de equilibrar la balanza de los desprecios con el mayor de todos, el de no valorar la vida de su contrincante. No tardó, como cada día, en encontrarse frente a frente con él. El silencio reinó entre ambos, y un miedo a que conociera sus planes hizo que dudase de su, hasta aquel momento, tan determinante decisión. -No puedo echarme atrás ahora- pensó, y con un movimiento rápido colocó el cañón de el arma contra la sien de su intimo enemigo.
Contrario a lo imaginado, no apreció ni un atisbo de miedo en sus ojos, y su mirada parecía mucho más desafiante que nunca. El poco miedo que demostró ante la muerte su enemigo, hizo que le recorriera un escalofrío por todo el cuerpo, haciendo que se estremeciera hasta su alma. -¿Que clase de venganza es la muerte, si mi enemigo no la teme?- pensó. Y una afirmación, nacida del ultimo ápice de cordura que habitaba en él, se hizo fuerte en su mente: -No hay honor en la cobardía-. Su voluntad empezó a quebrantarse conforme todas sus derrotas, unas tras otras y en el mismo orden que se sucedieron pasaron por su mente, y tras ellas siempre la alargada sombra de su intimo enemigo.
Acabó finalmente bajando el arma y soltándola a sus pies. Lloró ante la imposibilidad de no poder acabar con la vida de su enemigo por mucho que lo odiase. Miró la mano abierta, que hacia unos segundos mantuviera el arma. Sin apartar su vista de ella y sin atreverse a enfrentarse a la mirada de su contrincante, profirió las mismas preguntas que tantas veces le hizo y a las que nunca obtuvo respuesta: -¿Que mal te pude hacer yo para que destruyeras de esta forma mi vida? ¿Porque ese deseo de convertirme en un desgraciado, de convertir mi vida en un total fracaso?- El silencio, con el que nuevamente pagó su intimo enemigo su sincero deseo de encontrar sentido a tanto rencor, hizo que su impotencia se transformara en rabia, cerró la mano formando un puño y lanzó todo su odio en un golpe contra el rostro de su enemigo... El espejo saltó en mil pedazos que cayeron al suelo junto al arma. Un hilo de sangre que brotaba de su puño salpicó el escenario del frustrado crimen y sus piernas no pudieron aguantar ver como se rompía el último hilo que lo unía a su cordura, haciendo que cayese de rodillas encharcado en sangre.
Por fin, en aquel lugar encontró la libertad, al fin y al cabo no era tanto lo que necesitaba. Una cama, no importaba que la habitación tuviera acolchadas todas sus paredes y una cámara lo vigilase día y noche. Lo importante era no volverse a encontrar cara a cara con su intimo enemigo, y la ausencia de espejos en aquella blanca y protectora habitación lo garantizaba.