El avance era más lento, el paisaje desolador, a cada paso quedaba atrás un retazo de su existencia, que pesaba cada vez más sobre sí mismos.
Cómo si una fila de luciérnagas fuera se divisaban las pequeñas antorchas que atravesaban el valle, cuya pendiente iba haciéndose más pronunciada, ascendiendo poco a poco hacía las cumbres.
El batir de las olas contra el acantilado. El rumor del viento azotando las ramas de los árboles, eran los únicos sonidos que podían escucharse en aquellos momentos, en los largos, fríos y obscuros días del invierno recién llegado.
Armoniosos aleteaban en amplios círculos dos inmensas águilas, sobre la inmensidad del océano, en descenso rápido casi en una milésima de segundo un pez aleteaba entre su mortal pico. Se posaban en los acantilados para devorar tranquilamente sus presas.
Las murallas impedían el acceso al corazón del sagrado lugar, eran inexpugnables, ó al menos eso creían los miserables seres que en su interior habitaban, desde donde enviaban las incursiones de destrucción y miedo, la plataforma que impulsaba la extinción de aquellos valores del antiguo mundo ya casi sumidos en el olvido.
Entre las sombras, oculto por las altas almenas de las tenebrosas murallas, se movía despacio como si fuera un ser de otro mundo, invisible, con mucha cautela. Sin prisa, tanteando con los dedos, con la punta de los pies, el preciso lugar donde asirse sin llegar a caer, sin producir el más ligero ruido, que pudiera levantar la más leve sospecha y dar la voz de alarma en la fortaleza.
El grito de la lechuza, le asustó, un pequeño respingo casi le hace caer al vacío.
Una gran arboleda cercaba la fortaleza, los ruidos del bosque eran muy audibles para todos los que allí habitaban, pero eran siempre los mismos: el cárabo, los jabatos con sus afilados dientes arrasando el terreno en busca de raíces y cualquier otro habitante que allí pudiera encontrarse, como la lechuza azuzando al ratón que intentaba escabullirse entre la hojarasca.
Los caballos ni siquiera relinchaban, toda aquella algarabía entraba dentro de lo habitual, de la activa vida del bosque, de la monotonía que invadía aquel recinto amurallado.
La vida transcurría entre festín y salidas para exprimir con más tributos a la gente del lugar.
Las distancias ya no eran un problema, después de cabalgar unas horas, vislumbraban alguna aldea y conseguían su propósito. No tenían miedo a la noche, respeto a las montañas, ni a las inclemencias del tiempo.
Sólo importaba volver con algún botín a la muralla, pero cada día era menos lo que podían arrebatar. Salvo la vida, escasas eras sus posesiones, ni tan siquiera algo para llevarse a la boca y calmar los estómagos.
La densa niebla lo cubría todo, aquella noche pareciere eterna.
Sentía el frío en las entrañas, los nervios le bloqueaban los sentidos, sólo la tensión del momento le mantenía alerta para seguir adelante, debía darse prisa, aunque la niebla era su perfecta aliada, no podía descuidarse, la luz del día podría delatarle.
Consiguió llegar hasta la fosa principal y desde allí se encaramó con cuidado hasta la venta que daba a la alacena, se aseguro que no hubiera nadie dentro y se quito el traje obscuro que llevaba, se vistió como si fuera un sirviente. Desde ese momento, su vida pendía de un hilo, debía ser muy cauto. Era imprescindible su presencia allí.
Necesitaban conocer con exactitud desde dentro de sus filas, de sus vidas, a aquellos contra quien debían librar batalla, podría ser el factor decisivo para ser el ganador.
Pegarse a las espaldas de algunos de los confidentes del Gran Maestre, sólo era cuestión de tiempo Aprovecharía aquellos momentos en los que se encontraban cegados por el vino y la lujuria y entonces ellos mismos le darían la clave para conseguir el éxito en la gran lucha que iba a acontecer.
Aquel día no brillo el sol, la niebla muy espesa cubría la muralla y se extendía por el bosque con un gran rapidez, ocultos entre sus frías garras, no podía vislumbrarse ni siquiera las cercanas ramas de los arbustos.
Crujía el suelo del bosque, las ramas húmedas se partían con el solo roce de la piel, las gotas de agua almacenadas en las hojas de los altos tallos caían gorgoteando, perturbando el silencio del lugar.
El tiempo les acompañaba y les protegía manteniéndoles ocultos a los ojos de los vigilantes de la muralla. Todo movimiento debía están bien planificado, medido al milímetro. De ello dependía, no sólo el éxito, sino el hecho de que todos los que allí se encontraban permanecieran vivos.
Subsistir, sobrevivir eran los únicos pensamientos que surgían en las mentes de aquellos hombres, mujeres, jóvenes muchachas, en la flor de la vida, cuya única preocupación debía ser la fiesta de la próxima cosecha de primavera.
El evento donde año tras año los jóvenes se emparejaban y tenían lugar los ritos de iniciación, una de las pocas costumbres de los ancestros que se habían estado conservando hasta hacia relativamente poco tiempo.
Un par de primaveras hacía que las muchachas habían tenido que abandonar las aldeas y buscar refugio en los pantanos, donde los secuaces de la muralla no pudieran encontrarlas.
Continuara......Marijose.-
Imagen de la red.