Subdesarrollo + humanismo

Publicado el 25 septiembre 2013 por Javier Montenegro Naranjo @nobodyhaveit

La cucaracha se desplaza como una exploradora por la cabecera de la cama de mi abuelo. Me levanto un poco alterado y ella se esconde en una toalla. No se imaginen a un coprófago de grandes dimensiones, piensen más bien en uno pequeño. Agarro la toalla para sacudirla y salta hacia la pared. En este piso del hospital todo tiene cucarachas: closet, sillas, camas, en el televisor es donde único no he visto ninguna.

Sube por la pared hasta llegar a un tablero instalado junto a la cama de cada enfermo, donde se conectan una serie de aparatos para facilitar la estancia de los ingresados; la cucaracha camina y baja por la manguera que lleva el oxígeno a mi abuelo; vuelve a subir y explora todo el panel. No me atrevo a matarla por miedo a romper algo y para evitar un revuelo en la habitación donde duermen otras dos personas, un anciano de ochentitantos y otro enfermo con más de medio siglo; también temo una venganza de sus compañeras, son muchas cucas y yo uno solo.

Al rato, la muy comemierda bajó a la mesita donde tenía lo necesario para pasar la noche y se apostó sobre otro aparato médico. Ahí sí me decidí atacarle pero se ocultó tras el termo de agua fría y luego entre unas servilletas; a cada rato alternaba entre los dos escondites. Me rendí y solo vigilé a mi abuelo. Era solo una, y quizás estaba distrayéndome para facilitar las tareas de sus otras compañeras.

Veinte minutos antes, el octogenario paciente del cuarto me entregó un vaso de su propiedad lleno de leche. Ante todo intenté rechazarlo de la manera más educada posible. ¿Cómo iba a beber donde mismo lo hizo una persona enferma de Diossabequé? Sus manos engarrotadas debido a alguna enfermedad no le permitían tener el vaso en una sola mano y lo agarraba con ambas; al final terminé aceptando el ofrecimiento. Por mi cabeza corrían todas las posibles enfermedades de esa persona que de tan buena fe me brindaba parte de su merienda nocturna. Y en caso de no tener nada contagioso, terminaría cayéndome mal de cualquier forma debido al temor a una infección. Respiré profundo y disfruté la leche. En ese momento no pasó por mi cabeza la posibilidad de que una cucarachita como mi futura amiga explorase el recipiente del vecino de cama de mi abuelo.

Fui al baño a enjuagar el vaso, y cuando abrí el grifo (a través de una llave de paso ubicada bajo el lavamanos) y froté mis manos por el interior, me quise morir. Estaba muy sucio, y no de leche, sino de grasas antiguas, quizás de la merienda de la primera noche que aquel anciano sin acompañante pasó en el Amejeiras. Bajo mis uñas se acumulaba una capa de suciedad, y por mi cabeza solo pasaba la buena acción de aquel señor, que en medio de su enfermedad se preocupó por que yo, un joven de veintipico de años, se alimentase.

Decidí no martirizarme más y después de darle un millón de gracias me dejé caer en el butacón que tenía puesto al lado de mi abuelo. Entonces apareció ella, corriendo por el borde de la cabecera de la cama.

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