La noche en que ocurrió el suceso fue fría, muy fría. Por la mañana, mientras los rayos del sol disipaban lentamente la niebla helada, dos empleados municipales hallaron a Cosme el mendigo durmiendo en el pesebre instalado, como cada año, en la plaza del ayuntamiento. De las tres figuras sagradas, de tamaño natural, al igual que el belén, habían desaparecido dos: la Virgen y el Niño.
Cosme sonrió, con su sonrisa de siempre, con la sonrisa de un beodo feliz, ante los dos empleados municipales que lo despertaron y lo ayudaron a ponerse en pie. "Yo no sé lo que pasó", respondió el mendigo tras hurgar en los bolsillos de su raída chaqueta, tras comprobar que no había perdido ninguna de sus pertenencias, ninguno de sus tesoros de indigente. Añadió: "Empezaron a moverse y se marcharon".
Tomás el escultor vivía en uno de esos pueblos abandonados de los que se han nutrido las ciudades. Si Cosme el mendigo era un beodo feliz, Tomás era un solitario feliz, tan feliz como sólo pueden serlo las personas que no piden a la vida más de lo que la vida les ofrece. Hace años, hace muchos años, un incendio arrasó su hogar. Cuando Tomás finalizó la reconstrucción de su casa, dedicó sus mejores momentos de inspiración a reproducir en madera las figuras de su esposa y de su único hijo recién nacido, ambos asfixiados en el incendio. Como su esposa era la mujer más hermosa que había visto en su vida, y como su hijo era el más bello de todos los niños -eran su esposa y su hijo-, Tomás nunca estaba satisfecho con el arte de sus tallas; modificaba sus rasgos continuamente, y las figuras ganaban en expresividad y en ternura cada año, cuando eran expuestas en el belén de la plaza del ayuntamiento de una ciudad que él nunca visitaba. Un edil había comentado ante las obras del escultor: "Al Niño sólo le falta llorar y a la Virgen sólo le falta cantar una nana".
Fue ese mismo concejal del comentario quien acudió al pueblo de Tomás el escultor para comunicarle la mala nueva, la desaparición de las figuras, pero no lo halló en casa ni en el taller, como si el artista hubiera desaparecido también. Había muerto en realidad, y alguien lo había enterrado en el cementerio del pueblo abandonado que él nunca quiso abandonar junto a las tumbas en que yacían su esposa y su hijo, entre las dos tumbas.
Al día siguiente, los dos empleados municipales hallaron de nuevo a Cosme el mendigo durmiendo en una esquina del belén. Cosme les pidió perdón con una sonrisa, con su sonrisa de siempre, y luego señaló a la Virgen y al Niño. "Regresaron", dijo. Las figuras no habían sufrido daño alguno, pero las manos de la Virgen estaban sucias, había tierra en ellas.
(Relato publicado originalmente en El Portalín, Boletín de la Asociación Belenista de Gijón, Asturias, por invitación de Mayte de Anta, antigua colega de profesión y amiga siempre)
Para Laura Muñoz Amarillo