Según me enseñó mi padre, del mismo modo que a él le enseñó el suyo, no es importante saber a dónde va uno, pero sí imprescindible saber de dónde viene. El presente se nos escapa a cada instante y el futuro es ilusión. Mis padres, como todos los que se forjaron en la tregua inclemente de la posguerra, sabían muy bien de dónde habían salido; su única obsesión era sacar la cabeza, prosperar y conseguir que sus hijos no sufrieran las mismas privaciones que ellos, que sus padres y que los padres de sus padres. Cambiar el pasado. Dar un pasado distinto a sus hijos, aunque tampoco a éstos les fuera a salir gratis: la transmisión de ese concepto de la vida como dura lucha y sacrificio continuo proporcionó apreciables dotes de supervivencia, pero devoró un gran número de sueños que sólo un azar venturoso (ese tan raro y esquivo) podría reintegrar, y sólo en parte.
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Los sueños acabaron anegados en ese mar de consecuencias y decisiones que creemos razonadas, meditadas y provocadas por nuestra mano o nuestra mente, cuando no son sino meras combinaciones del azar. Porque sólo podemos aspirar a ser dueños de lo que creamos, de lo que nuestras manos o nuestra mente modelan y moldean de principio a fin; aspirar, que no confiar. Nosotros mismos, el resultado final de nuestra esencia, es el resultado de un enorme número de combinaciones. A mí me tocó la del raro, la isla remota (o perdida). Uno entre varios miles. Y, la verdad, no está del todo mal el papel de isla. No es fácil; y es incómodo, desde que uno se da cuenta hasta que se acostumbra, estar rodeado de agua por todas partes. Pero se pisa tierra firme: todo un lujo para razón y sentidos.
P.S. Ya iré explicando de qué va todo esto.
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