Siguiendo con mi recién inaugurada línea de creadora de teorías científicas, estoy elaborando una segunda; también, como la anterior, aún no presentada a la comunidad internacional, pero creo que será de amplia aceptación en el, digamos, biotopo de mi vecindario. Es por ello, tras analizar el espacio, las condiciones, la situación atmosférica y los genes transmitidos entre las generaciones que a mi alrededor conviven, que puedo afirmar con casi total rotundidad que las consolas portables de videojuegos ayudan a la convivencia, el buen hacer y la sociabilidad de los miembros del biotopo.
Claro que esto no se podrá encontrar todavía en la red, ningún manual científico lo sostendrá como una mejora evolutiva de la especie ni el Reglamento de Régimen Interno de mi Colegio consentirá que se elimine dentro del apartado de conductas sancionables, pero las ventajas son evidentes y demostrables.
Así, una consola favorece la convivencia casera, ayuda al equilibrio emocional de los progenitores y permite tiempos de descanso en el núcleo familiar; nada mejor que un aparato de estos para que el adolescente de turno pase las horas centrado en su único objetivo: pasar a la pantalla tres del mundo cinco tras encontrar los siete objetos necesarios y dos salidas secretas. No habrá joven en la casa durante un tiempo. Es evidente, además, que una consola evita discusiones innecesarias, prontos juveniles repentinos y conversaciones malgastadas. Como me decía la semana pasada la alumna de la penúltima clase del fondo, a la izquierda:
- Profe, si me has puesto un ocho en tu asignatura, mis padres me han prometido una consola.
Dato por otra parte contrastado con un alumno del piso de arriba, clase del fondo, a la derecha:
- Profe, si he aprobado todas, mis padres me van a regalar una consola.
Lo cual habla de la grave responsabilidad de los profesores, sobre todo a estas alturas de curso, a la hora de colaborar en el buen ambiente de la familia, las relaciones intergeneracionales y la mejora de la autoestima de los alumnos.
Por último, mi teoría empieza a estar ampliamente constrastada con los especímenes empleados para su enunciación, a saber: los preadolescentes y adolescentes de mi vecindad, que usan como espacio de encuentro el portal de mi casa -no sé si porque algún vecino incauto aún no se ha dado cuenta de lo fácil que es engancharse a su red wifi-, conviertiéndose en núcleo central de la mayor parte de las reuniones de este tipo.
Así, estos jóvenes se alinean, espaldas apoyadas en los ladrillos rojos, antes de la rampa, en una fila que para mí quisiera en la entrada de mi colegio en hora punta, fijas las manos en los mandos -izquierdo de panel de control, derecho de salto y aceleración, botones superiores para disparos ocasionales- y miradas concentradas en la pequeña pantalla. Ellos, con maquinita azul, ellas, en rosa o naranja, conectadas todas en wifi ¿Cómo no pensar que, gracias a las consolas -es decir, al buen hacer del profesor que no ha suspendido, el padre que ha prometido, el joven que ha pedido- se potencia la asociación, el ambiente de reunión y buen rollo, las conversaciones en torno a un mismo tema y el tiempo compartido en lograr un objetivo común?
Indudablemente, pues, puedo afirmar sin temor a equivocarme que las consolas y sus videojuegos son un beneficio social.
Es por eso que Él me regaló el jueves una Nintendo.
Pero para continuar con mi investigación. No es más que una herramienta científica, no vayan mis lectores a pensar que...