A continuación se giró hacía nosotros. El gesto altivo, la sonrisa apenas un poco forzada, la mano izquierda apoyada contra la cadera, la derecha, triunfal, apuntando al cielo, en la espera de la majestuosa reaparición de su asistenta. Completamente ajeno, en definitiva, al reguero de líquido rojo y viscoso que, lentamente, a sus espaldas, se habría paso hacia sus zapatos de charol recién lustrados.
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