Sabía que su vida se había ido a pique, pero no lo quería creer. Por el momento, era más fácil lacerar su esófago a sorbos de nostalgia. Un trago. Otro. Vaciaba su copa rebosante de odio y rencor, al tiempo que la reponía de la botella de lágrimas negras que tenía a su disposición. Buscó con la mirada algún rastro de vida abstemia a su alrededor. El camarero parecía ser el único organismo cuya piel no destilaba alcohol. En su lugar, el cuerpo del fornido mesero esparcía un hediondo halo de sudor. No sería un problema para llevárselo a la cama. Y así fue, a los pocos minutos ya cabalgaba sobre él.
No estaba orgullosa de sus últimos días, así como tampoco lo estaba de su vida. Lo había tenido todo, pero había acabado como su compañera de habitación del colegio mayor. Ebria cada dos días, o sobria un día sí, otro no. Abierta de piernas cada noche, entregando su alma al mejor postor, vendiendo dignidad en las esquinas a cambio de unas sucias monedas, de un nombre o una dirección, tal vez del inigualable elixir del olvido en el que se había convertido, para ella, el alcohol.
Ella, la mujer de largas piernas, asomada a unos zapatos de aguja. La que subió a lo más alto, la que no se sabe cómo, más rápido cayó. La que presumía de marido, de fabulosa casa, de deportivo a la puerta y de perro labrador. Ésa que ahora calzaba un zapato roto, y otro al que no le falta el tacón. La que lleva haciendo la calle dos semanas, desde el fatídico día en que todo se derrumbó. Ella, la mujer que se encargaba de esconder los paquetes que movía su marido, sin cuestionar su origen, sin preguntar su destino, a cambio de los pendientes de diamantes que siempre soñó, del Rolls que jamás condujo, de todo eso que la engalanó por fuera, y que por dentro la pudrió.
Fue hace quince días cuando le cambió la vida, cuando llegó a casa, y vio que su marido ya no estaba. Su cuerpo, en cambio, aún vertía sangre sobre la alfombra de angora que él mismo le compró. En ese instante se dio cuenta de que en este juego no siempre se gana, ni cuando el jaque mate se ve cerca, ni cuando crees estar casada con el rey de la droga, porque en el tablero tan sólo era un peón.Oyó ruidos en el piso de arriba y se escondió en el armario del vestiíbulo. Pudo ver al asesino, que se iba sonriente, tras completar su misión. Pronto volverían a su casa, a por ella. Así que se fue, con lo puesto, para no volver. Con una imagen grabada en la retina. El hombre que lo mató.
El corpulento mesero. El del olor a sudor. El pestilente asesino que ya gemía bajo las nalgas de la mujer de los zapatos de tacón. Ella se quitó el que le quedaba sano, y volcó sobre su víctima la copa de rencor, hundió el indómito tacón y atravesó el vientre del que un día tiñó de rojo la alfombra de su salón.Salió de allí desnuda, descalza, con el llanto entrecortado entre sus senos. Y corrió. En su cabeza seguía escuchando la banda sonora de su vida, el compás de sus días, el eco lejano de sus zapatos de tacón.