Revista Talentos

Taller de reparación de almas- 2

Publicado el 23 febrero 2016 por Aidadelpozo

El comerciante cogió un plumero y comenzó a limpiar el polvo a los objetos y antigüedades que albergaba su tienda. Además de reparar almas desde que inauguró su negocio, el viejo artesano había reunido una vasta colección de lámparas, jarrones, cajitas de música, muñecas de porcelana, libros, candelabros, vasijas, plumas y un largo sinfín de cachivaches de lo más variopinto. Ninguna de aquellas singulares piezas había sido adquirida por el artesano ya que todas ellas eran obsequios de los cientos de agradecidos clientes que habían pasado por su tienda, como pago a su buen hacer y a su gran generosidad. Y es que, según aquellos clientes, felices desde que el artesano arregló sus averiadas almas, su profesionalidad no tenía precio. Todas aquellas personas felices habían coincidido al comentar a aquel anciano de rostro amable, que ni con dinero ni con regalos podrían pagar lo que el comerciante había hecho por ellos al reparar su tristeza.

Sabedor de lo que significaban todos esos obsequios para los clientes, el artesano mimaba desde el primero que recibió hasta el más reciente, unos guantes de mujer que le habían sido regalados por un caballero en otro tiempo convencido de tener su alma rota sin remedio. Cuando aquel hombre entró por segunda vez en su comercio, del brazo de una hermosa dama grácil y de rostro enamorado, depositó la prenda ante los azules ojos de la joven, cuya mirada se posó con sutileza en el del anciano. Sin dejar de sonreír, caballero y dama saludaron al comerciante y este besó la mano e inclinó la cabeza ante la joven.

- ¡Tomaron ese café, caballero!

- Lo tomamos, señor comerciante, como usted me sugirió y le estamos agradecidos.

- Le pido, señor mío- añadió la joven- que tenga a bien recibir estos guantes en prueba de todo lo que ambos le debemos. Parece poco pago para tanta dicha pero le aseguro que para mí son muy valiosos. Pertenecieron a mi madre, ya fallecida, y fueron el primer regalo que recibió de mi difunto padre. Forman parte de lo que me queda de ella pero ahora quiero que los tenga usted.

- Pero, querida señorita, no puedo aceptar tal prenda, sabiendo que forma parte de su herencia y uno de los pocos recuerdos que quizás conserve usted de ella.

- El más preciado es, señor artesano, pero no el único. De ella heredé sus ojos y su sonrisa y, como puede apreciar, son dones que llevo siempre conmigo. Su cabello ondulado y su figura también me dio. Pero lo más importante que de ella recibí fueron las ganas de vivir y la paciencia así como su modo de medir el tiempo. No llevo reloj, como habrá podido comprobar. El tiempo, si le dejamos, nos esclaviza. De ella aprendí a manejarlo, a no ser mi cadena sino mi guía sutil, a caminar conmigo y no por delante o por detrás de mí. El tiempo es mi momento y mi serenidad. Y gracias a él, esperé. Y este caballero que un día vino a su comercio con el alma averiada-me contó la historia de su encuentro, señor comerciante y me arrancó la primera sonrisa-, regresó para quedarse. Y ahora sonreímos ambos y él ha aprendido a caminar sin reloj y a darme todo el tiempo del que dispone de un modo generoso. Y yo a él le doy el mío.

- No obstante, Margarette -no le he presentado a mi esposa, señor comerciante, ¡mi falta de modales es imperdonable!- respeta mis necesidades y yo las suyas. Mi mujer es artista y tiene su estudio en casa. Pinta paisajes bellísimos, tanto que si los observa durante tiempo, viajas a sus bosques y prados, a sus cascadas y ríos y hasta oyes a los pájaros trinar y el agua correr traviesa. Y yo escribo poemas y ahora preparo un recital de poesía. Amamos nuestras diferencias y también lo que nos une. Agradezco, señor artesano, que me diera la oportunidad cuando arregló mi alma rota, de vivir la vida que deseaba vivir.

- Y por eso le ruego que acepte estos guantes. Sé que los cuidará bien. He observado todos los objetos que tiene en su comercio. Obras de arte algunas, objetos bellísimos todos. Tantos y con tanto amor cuidados. La prenda que le obsequio será feliz en su taller, no me cabe duda- añadió la dama.

- ¿Feliz, Margarette?- preguntó el caballero un tanto descolocado.

- Los objetos guardan parte del alma de sus dueños, Charles. No me mires como si no me conocieras, en el fondo sabes que tengo razón pues tú conservas una pipa de espuma de tu difunto padre y alguna vez te he oído hablar con ella...

- Touché, amor mío.

- Señor comerciante, ese espejo tan finamente labrado que está a su espalda, parece hablar. Me dice que es feliz aquí y que también lo fue cuando perteneció a su antiguo dueño- comentó la joven.

- Tiene usted razón, esta pieza fue un regalo de un joven caballero. Lleva en mi tienda unos dos años. Quien que me lo obsequió, de edad aproximada a la de su esposo, perdió a su mujer al dar a luz esta a su primogénita. El caballero entregó a su hija recién nacida al cuidado de sus abuelos maternos, convencido de que el bebé había sido el causante de la muerte de su joven esposa. No volvió a ver a la niña desde aunque jamás dejó de enviar dinero a los ancianos para su mantenimiento. Fue generoso en ese aspecto pero tacaño en afecto. Por actuar de ese modo y sin él saberlo, su alma fue marchitándose y encogiéndose cada vez más y más. Con el paso de los años su cabello encaneció prematuramente y su decisión de no volver a contraer matrimonio hizo que se volviera taciturno y huraño. Otrora un hombre jovial en vida de su esposa, el caballero se volvió agrio de carácter y su rostro nunca volvió a mostrar un mínimo gesto de agradecimiento, generosidad o bondad. Su alma, herida y atormentada, se encerró en un rincón muy pequeño de su corazón, aquel que, por alguna extraña causa, aún albergaba una leve llamita gracias a la cual, continuaba latiendo. Un día, el caballero cayó redondo cual fardo frente a la puerta de mi comercio. Escuché voces y corrí hacia la calle para ver qué sucedía. Y allí lo encontré, blanco como la cal de la pared de la fachada. Los transeúntes que acudieron a socorrerlo dijeron que estaba muerto pero yo lo único muerto que vi en aquel momento, fue su alma. Así que pedí a una joven que había acudido a prestar auxilio al caballero, que le diera aire con su abanico, cosa que ella hizo presta. El rostro de la mujer era de miedo y tristeza a partes iguales. También pude sentir que sufría por el desconocido. Pedí al resto de los presentes que se apartaran un poco para dejar que el aire corriera y a la mujer que abanicara sin descanso. Al cabo de unos minutos el caballero recobró el color y regresó a la vida. Agradecí la ayuda de todos los viandantes que se pararon para socorrer al hombre y solicité a la joven que me ayudara a introducirlo en mi comercio. Con diligencia la muchacha cogió al joven y entre los dos lo levantamos. Una vez en la tienda, el hombre se sentó y le ofrecí un vaso de agua que aceptó de buen grado. Pidió disculpas, azorado, mientras repetía una y otra vez que no sabía qué le había podido pasar. "Tal vez cansancio", dijo la joven. "Cansancio, sin duda alguna", repetí yo. Sin dejar de abanicar al caballero miraba de un lado a otro, un tanto nerviosa. Pude observar cómo la joven detenía la vista en algún objeto de mi tienda y disimulaba así su azoramiento. De pronto se paró en un espejo de pared e hizo un comentario sobre la pieza. El caballero la miró y observé en sus ojos una nota de curiosidad. Debo añadir para dibujar la escena con más detalle, que la joven era bellísima, tanto como usted, Margarette, si me permite el atrevimiento... El caballero, de cabello encanecido pero rostro atractivo y porte elegante, también era del agrado de la joven, pues este anciano es buen observador y tiene un don especial para ver los corazones de las personas. Y el del joven, sentado al lado de la dama, parecía haber latido a un ritmo desacostumbrado para él, cosa que me agradó pues el de la muchacha se podía oír desbordado con solo prestar un poco de atención. Y dicho esto, y como no deseaba que las mariposas llenaran mi tienda pues estas deben volar libres en el corazón de los amantes y no en un comercio tan vetusto como el mío, decidí echar una mano al joven, ya que, como bien saben ustedes, en el cartel que hay sobre mi puerta reza...

- Taller de reparación de almas- dijo Charles, adelantándose al anciano comerciante.

- ¡Exacto, señor mío!

- Prosiga, se lo ruego, la historia me parece bellísima, más incluso que el espejo que alberga su recuerdo- comentó Margarette.

- Sin entrar en preámbulos comenté al joven que no estaba enfermo y que no era necesario que, tras abandonar mi comercio, acudiera a ningún doctor para que le recetara brebaje alguno. Añadí que lo que tenía enferma era el alma y no el corazón y que, por ese motivo si bien este estaba sano, no latía a buen ritmo, de ahí el desmayo que había tenido minutos antes. Pese a su incredulidad, el joven no me llamó loco y dejó que siguiera. Mientras le explicaba mi teoría sobre su dolencia, el hombre miraba de reojo a la joven y cuando dejaba de hacerlo y como si estuvieran jugando al pilla pilla, la muchacha miraba al caballero y así, hasta que acabé mi exposición. Cuando terminé, el hombre me contó la historia de su mujer y de su hija. Cinco años habían transcurrido desde que enviudó. Cinco años de tristeza y sufrimiento, de contar canas y borrar sonrisas. De pronto, la joven se levantó, borró la suya de su cara y le dijo al caballero con aire serio. "Señor mío, yo busco trabajo desde hace un par de semanas. Soy institutriz y adoro a los niños. No obstante, debo decir que abandoné la casa en la que trabajaba porque los señores preferían que cuidara a sus dos pequeños una mujer de edad más avanzada y gesto más agrio, así me lo dijeron cuando me dieron su carta de recomendación. A su entender, la risa no es buena para criar a los niños. Discrepo. Nací en el seno de una familia ejemplar y en mi hogar siempre se sonrió. A la sonrisa en la familia lo llamamos así, hogar. Con todo el dolor de mi corazón, abandoné a esos niños que me adoraban para dejarles en manos de una institutriz malencarada y de gesto amargo. Fue voluntad de sus padres, no mía. Sus canas, caballero, permítame que me sume a lo que este comerciante tan bien ha expresado, se deben al dolor, no a la edad. Su falta de sonrisa, se debe, como también ha dicho, a que su alma se ha escondido. Por desgracia, señor mío, nada le devolverá a su amada esposa. Sin embargo, su hija encierra a su madre, quizás sus abuelos le hayan comentado en alguna ocasión que tiene sus mismos ojos, o sonríe como ella, o su cabello posee su mismo brillo. También tendrá sutiles gestos de su madre, puede que su sonrisa, una mueca cuando se disguste, un hoyuelo en sus carrillos cuando haga un mohín. Todo eso puede que tenga y todo eso le dejó quien le dio la vida. Y todo ello es hermoso y motivo de felicidad. Si su alma se encogió no fue por esa niña, sino por usted. Y solo usted puede hacer que vuelva a ser un alma y no un guiñapo, permita que le hable con dureza." El caballero se dirigió a la dama con gesto avergonzado y solo dijo: "señorita, yo..." La muchacha continúo hablando y me convertí en mero espectador de la historia que comenzaba... Confieso que la escena, pese a su seriedad, me estaba divirtiendo. "Puede enfadarse, caballero pero me asusté cuando le vi tirado en el suelo. Le creí muerto. -Tan joven-, pensé... Soy una simple institutriz pero estoy orgullosa de tener el cabello de mi madre, los ojos de mi padre, la alegría de ambos, el amor por las cosas pequeñas, la sonrisa de ella la fortaleza de carácter de él. Cinco años es poco tiempo comparado con la felicidad del camino que queda por recorrer", continuó la muchacha. Y como no quiero aburrirles, acabaré la historia diciendo que la decidida muchacha convenció al caballero para que viajara hasta la localidad donde vivían sus padres y viera a su hija. Ni qué decir tiene que, al hacerlo, su corazón ardió, su alma se curó y el hombre se convirtió en padre. La niña se fue a vivir con su padre y este contrató a la joven institutriz. Meses después regresaron a mi humilde comercio. Ambos llevaban de la mano a Marie, que así se llama la niña e Isabella, que era el nombre de la institutriz, me fue presentada como la señora de Laurence Germain. La tienda se llenó de perfume de flores y las mariposas revolotearon libres. Laurence e Isabella me obsequiaron con este espejo, regalo de bodas del novio a la novia. Y como usted, Margarette, ha podido observar, para mí este presente es una valiosa joya, pues alberga un trocito de alma de los jóvenes amantes y simboliza su amor. Por eso vive bien aquí, entre mis tesoros. Todos ellos representan la curación de un alma y en este caso, amigos míos, estos guantes que me entregan llevan unidos la de usted, Charles. Hermosas historias ambas, ¿no les parece?

- Hermosas son, señor comerciante- añadió Margarette.

- ¿Y esas mariposas? ¡Qué hermosos colores y cómo brillan! ¿De dónde salieron?

- Del alma, Charles, del alma- concluyó el artesano mientras estrechaba la mano del caballero.

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