Revista Talentos

Taller de reparación de almas

Publicado el 05 noviembre 2015 por Aidadelpozo

Miraba por el amplio escaparate de su negocio cómo pasaban los viandantes. Algunos paseaban solos, otros acompañados, mujeres amigas, falsas amigas, hombres discutiendo quizás de política o religión, tal vez de fútbol, comentando el último partido jugado por sus equipos, algunos no paseaban pues iban con paso rápido, tal vez a algún lugar concreto, se decía el comerciante mientras, pensando adónde se dirigían con tanta prisa aquellas personas con aire estresado, se rascaba la cabeza y se ajustaba las lentes para observar el mundo mejor. Lo separaba del exterior un cristal grueso de escaparate pero él bien sabía que la vida estaba dentro de su tienda.

A ella acudían todos los días decenas de clientes en busca de una solución a sus problemas. El comerciante sabía atender diligentemente su negocio, llevaba siglos regentándolo, sabía bien qué tenía entre manos.

Mientras veía pasar, pasear, correr, discutir, pensar, vivir, morir, odiar, amar o desamar a aquellos desconocidos, pensó en el último cliente al que había atendido aquella mañana. Era un hombre de unos cuarenta años, de aspecto un tanto gris. Entró en la tienda y saludó haciendo un gesto con la cabeza pero sin articular palabra alguna. Al llegar al mostrador, el comerciante saludó con una sonrisa y el hombre miró a este con cierta desconfianza.

  • Feliz día caballero, ¿a qué debo el placer de que haya usted entrado en mi negocio?
  • Feliz día lo será para usted, para mí es un día más y sin más. Extraña pregunta me formula, señor comerciante pues en el cartel que cuelga en la fachada de su negocio reza : Taller de reparación de Almas. ¿Acaso engaña el letrero o acaso engaña usted?
  • Ninguno de los dos engañamos, señor mío, ni el letrero que cuelga de mi fachada ni yo. Soy artesano y arreglo almas, caballero. ¿Es por eso por lo que entró en mi negocio? ¿Esta averiada la suya?
  • Sí, lo creo, mire usted. Creo que lo está pero no sé si tendrá reparación o deberá sustituirla por otra.
  • Oh, señor mío, aquí no ponemos motores nuevos, aquí solo reparamos, como reza el cartel de la fachada. Si un alma se rompe, no queda más remedio que acudir a un taller de reparación pero dado que el alma es única, no puede sustituirse como un motor de coche que se cambia si no cabe reparación alguna. Un alma es muy delicada, caballero y por eso debe cuidarse. ¿Por qué creer que la suya está averiada? ¿Ha empezado a tener fallos?
  • Quizás... sí. Ya no es la que era. Está taciturna, nerviosa, por momentos gris, a veces agitada en exceso, en ocasiones añorante.
  • Eso suena mal, señor mío, muy mal. ¿Algún otro síntoma que haya olvidado mencionarme?
  • Déjeme pensar, señor comerciante... sí, hay otro síntoma. No duermo.
  • ¿Amó usted recientemente?
  • ¿A qué viene esa pregunta absurda? ¿Qué tiene que ver eso con la avería de mi alma, señor comerciante?
  • Mucho, caballero. Todos los síntomas evidencian que su alma está triste a causa del amor. No tiene por qué un infinito amor, pudiera ser un embrión, una mota de polvo en el universo. Acaso no recuerda usted aunque paradójicamente, siente añoranza de una dama que se fue.
  • Que se fue...
  • ¿Lo hizo? ¿Acerté? Oxidada su alma está a causa de que ella partiera, quizás. O peor aún... tal vez usted la dejó marchar y ahora añora, duerme mal, está nervioso y por momento gris, a veces agitado en exceso, en ocasiones taciturno... Para el alma, señor mío, dejar marchar es más daño que ver partir. Añada al óxido el drama del remordimiento.
  • Será eso... eso le pasa a mi alma oxidada. Dejé partir a una mujer a la que estimaba.
  • No era amor, pues.
  • No sé... mi alma... yo... ambos estamos confusos.
  • Es natural, un alma oxidada no funciona como debiera. Y aunque no fuera amor, caballero, ¿me permite otra pregunta?
  • Todas las necesarias, señor comerciante, con tal de que repare mi alma oxidada.
  • ¿Con esa dama, señor, usted sonreía? Era ella una mujer que le hacía olvidar cuando la tenía a su lado? ¿Tenía hermosos ojos y dulce sonrisa? ¿Escuchaba atenta lo que usted contaba y usted atendía a sus historias, asentía, callaba y recordaba al día siguiente lo relatado por ella?
  • Aún así, la dejó marchar... Su alma no solo está oxidada sino también arrepentida y llena de remordimiento. Quizás esa dama llora ahora o tal vez... pero lo que sin duda es evidente es que lloró. Su alma se siente vacía y no solo oxidada. No tengo aquí herramientas para arreglarla.
  • ¿Cómo puede decirme eso? ¿Acaso no pone que se reparan almas en el cartel que cuelga de la fachada de su negocio? ¿Es usted un estafador, un falso artesano reparador de almas?
  • No, señor mío, Es que usted mismo tiene las herramientas para arreglarla. Y porque precisamente no soy un estafador, cobrar un alto precio por reparar algo que usted mismo puede hacer, me parece un robo, caballero. Y yo soy artesano, no ladrón.
  • ¿Entonces qué debo hacer para quitar el óxido a mi alma? Necesito descansar y descansarla, señor comerciante.
  • Coja, caballero, una llave inglesa y de dos vueltas de tuerca a su orgullo; este se desprenderá de ella y el primer paso estará dado. Después coja el teléfono y marque el teléfono de la mujer a la que añora. Diga hola, cómo estás, te echaba de menos. Lo siento. Como tercer paso, escuche y asuma. Quizás lo que ella le diga le dolerá, pero piense que es normal asumir la culpa o los errores para quitar la herrumbre de su alma. El cuarto paso será un café, pronto, mejor que tarde. Y por esta lección, señor mío, nada le cobro.
  • ¿Ya está, eso es todo?
  • ¿Nota más liviana su alma, más ligero el peso de su espalda?
  • Ahora que reparo en ello...
  • Señor mío, es un poco tarde ya. Cierro mi negocio a las nueve. Pero las cafeterías no lo hacen hasta más tarde. Una llamada, una dama, un café...
  • Gracias, señor mío, artesano de almas.
  • No me las dé usted, caballero, pero si todo va bien, me daría por pagado si regresara usted a mi negocio con la susodicha dama del brazo. Ver cómo ella sonríe y como sonríe usted, es un gran pago. Y después, señor mío, aquí al lado hay una cafetería que cierra más allá de las once. Sus sillas y mesas de madera, sus manteles de lino blanco y sus candelabros con velas, invitan a saborear un café que, por cierto, tiene un aroma excepcional. Invite usted a esa dama a saborear uno con un bizcocho de manzana que también es un manjar. Y cuando lo haga, salude también a su alma ya curada.
  • No hay de qué, señor mío, para servir a usted... y a su dama...

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