En esta tierra de Dios el otoño —y también la primavera— más que estaciones, son apeaderos en medio de ningún sitio y sin marquesina, entre las verdaderas paradas que son el verano e invierno.
Llueve pausadamente tras los cristales, como en una vieja mazurca tañida por un guitarrista ciego. Cae el agua sin apenas ruido, lavando la tierra y los terribles pecados ancestrales enterrados en ella. Llueve sobre los tejados como en una novela de Cela o una balada de Serrat, melancólicamente, limpiando conciencias y deshaciendo planes.
Llueve sin prisa, otoñalmente; cae una lluvia de tarde, sosegada y lánguida; triste.
Tiempo de boina.
Me hace ilusión llevar una montera de esas, como Pla o Delibes, tal vez se me pegue algo.
A Pla cuando estuvo en Nueva York le enseñaron lo bellas que estaban las calles del centro, especialmente Broadway y Times Square, con la nueva iluminación de neón de los carteles luminosos.
—¿Qué le parece don José, es bonito?
— Muy bonito, pero ¿quién paga esto?
Definitivamente me voy a comprar una boina.
—Abuelo.
—Dime.
—¿Cómo se llama el rabo de la boina?
—Noteimporta.
—¿Cómo?
—Noteimporta, que así me lo dijeron cuando lo pregunté de niño.
He oído contar en tardes lluviosas de otoño al amor de la lumbre que la peor ofensa posible era que le capasen a uno la boina. Que le cortasen el apéndice a tu cubrecabezas era un oprobio que sólo se lavaba escopeta mediante.
También relatos de amores perseguidos e imposibles. Tenía mucho predicamento la historia de Juan de Mata, un muerto de hambre que ennovió en los años cincuenta con la hija de un «picholero», como aquí se conocen a los medianos propietarios. Cada noche cuando Juan de Mata iba a rondar, le esperaban tres o cuatro mozos de significativas y pudientes familias viñeras, para jeringarle la visita a la rondadera. No admitían que un peón, sin una mala escritura que llevar a la hojuela, se pudiese casar con una heredera, fastidiándoles a cualquiera de ellos el matrimonio y la unión de los capitales. El tipo insistía en su relación y le avisaron de que si la siguiente noche volvía a las andadas lo templarían entre todos.
Él se preparó escondiéndose una cadena bajo la ropa. Cuando fueron a pegarle, los sorprendió con la cadena, breándolos a cadenazos. No se volvieron a meter con él.
Las tardes de otoño, mientras crepita el fuego y la lluvia entra por la chimenea son muy dadas a historias, de todo tipo y que no siempre son verdad,
Sigue lloviendo entre opacos cantos de pájaros y tristeza vespertina.
No he de cejar en el empeño de comprarme una boina.
P. S.
¿Hay algo más meláncolico que un tango?
Un tango tocado con armónica y que encima sea la banda sonora de una triste película.