Algunos invitados, esperando bajo el molle a que salga el asado
El día de Año Nuevo me sentí especialmente útil. La noche anterior no me sumé a ninguna fiesta y me quedé en casa como perro guardián mientras la parentela se desperdigaba por doquier. Le tengo manía a los festejos de fin de año, porque soy proclive a aburrirme en medio de gente mayormente desconocida y no soy, además, de aguantar entre trago y trago intercambiando anécdotas con los compinches mientras se espera el amanecer. Ni aquello de despertar el cuerpo con un suculento fricasé –a manera de desayuno- que es de manual en estas fechas, va conmigo. Uno que no es entusiasta de estos acontecimientos, quiera o no quiera, se ve jodido por todo lado. Así que, tampoco pude dormir con normalidad porque en la vecindad no faltaron los petardos y fuegos artificiales toda la madrugada. Ya de mañana, con suerte pudimos largarnos bien lejos mientras la ciudad entera se adormilaba resacosa. Parecía unos de esos extraños feriados -como el día de elecciones-, las avenidas francamente desiertas salvo por el triste espectáculo de ver a borrachos cada trecho, deambulando peligrosamente como zombis. Serían las diez de la mañana cuando arribamos a Sipe Sipe, pintoresco pueblecito a unos veintisiete kilómetros al suroeste de la ciudad. Es uno de esos escasos lugares que todavía conserva su aire de campiña, aunque sus proverbiales viñedos han ido desapareciendo a medida que el asfalto se le acerca peligrosamente. La plaga humana es más dañina que la filoxera de las vides. Atravesamos el poblado, constatando lamentablemente que las casas de teja colonial y gruesos portones ya son como lunares entre las estrechas calles, mientras el ladrillo y el cemento van haciendo lo suyo sin apenas afán estético. Inevitable destino para todos esos pueblos centenarios que tienen la mala suerte de estar tan cerca de carreteras principales. Menos mal que en las afueras los eucaliptos y molles todavía mandan entre los caminitos de tierra y las tierras labrantías. En suelo elevado, cerca de las rojizas colinas que llegan a formar un ramal de la extensa cordillera del Tunari, unos tíos ya jubilados decidieron asentarse. Levantaron su casita casi en medio de la nada, sin siquiera muros o alambrada. Allá donde todavía es posible serenarse con noches estrelladas. Los escasos postes de energía eléctrica son sus mejores vecinos; amén de Chino y Nacho, dos perros enanos muy bulliciosos.Allá nos escapamos todos, a la manera de un tío médico, quien procura huir cada fin de semana para respirar aire puro y reponerse en salud. Esta vez había reunión familiar con promesa de buena comida. Va a haber p’ampaku, me dijo mi tía, y ante tal palabra mágica me apunté al instante y subí al coche como niño rumbo a la tierra prometida. Fuimos los primeros en llegar. Ya estaba listo el hoyo con las piedras bien distribuidas. La leña bien cortada esperaba en un rincón de la chacra pero no había cocinero. El especialista se había ido a Santa Cruz a pasar el año nuevo con parte de su familia. Mis tíos, los anfitriones, son mayores y no están para encorvarse y demás afanes. Sin primos a la vista me ofrecí de voluntario (por mí que siguieran durmiendo todo el día los bellacos), pues la tarea no me era nada ajena ya que en mis tiempos de escolar, cuando vivía en Independencia, cada año íbamos de excursión a los bosques cercanos, donde cada curso levantaba su pirámide de leños para calentar piedras y asar cordero en salsa de ají. Aquellos eran auténticos p’ampakus en medio de los claros del bosque. Nada nos hacía más felices que ir a buscar leña aunque sea húmeda y, en medio de la verde espesura, entre risas columpiarnos de las lianas imitando al Tarzán de Johnny Weissmuller que por entonces pasaban en el cine de la parroquia. Yo había visto cómo los profesores varones y sus ayudantes alimentaban la fogata durante horas para una treintena o más de comensales. A veces las piedras estallaban con el calor infernal. Luego ponían en el medio la batea con la carne y, alrededor, se depositaban papas, camotes, yucas, ocas, choclos sin pelar. A continuación cubrían el hoyo con una fina capa de ramas verdes y encima se esparcía habas en vaina para que cocieran al vapor. Se volvía a cubrir muy bien con otras ramas y se sellaba el agujero con abundante tierra. En hora y media estaba listo el manjar. Volviendo al presente, fue muy sencillo volver a armar mi pequeña pira, sin duda facilitada por la leña reseca que ardió como hojarasca sin apenas atizar. Casi no había piedras planas en el terreno pero nos apañamos de cualquier modo hasta con pedazos de ladrillo. Calentamos la hoguera por algo más de una hora a toda llama. Luego, asomarse al hoyo para limpiar los carbones y sacar las piedras ennegrecidas fue lo más cercano a experimentar el infierno. En mi vida había sentido que la frente me quemara como si me pasara una plancha incandescente. Mojé mi camiseta y gorra, me puse guantes, pero mi rostro descubierto podía soportar unos escasos segundos, apenas para dar un par de paladas hacia afuera. Les pasaba lo mismo a las dos personas que me ayudaron por turnos. Nos faltaban herramientas adecuadas para la labor. Las palas y el azadón tenían los mangos cortos y hasta nos auxiliamos con un pequeño rastrillo. Con todo, removimos el suficiente material para hacerle hueco a la batea. Afortunadamente alguien le puso unos alambres como lazos para bajarla mediante un palo. A toda prisa pusimos las piedras encima de la tapa y a los costados, tratando de cubrirla. Alguno fue a recortar arbustos con el machete para terminar el trabajo. Tierra al asunto y a esperar. Entretanto, los invitados se aguantaban las ganas con pedacitos de carne a la parrilla que otro pariente hacia circular en tabla a modo de aperitivo. Casi nadie había desayunado. Todos parecían rugir de hambre y algunos apaciguaban el estómago con cerveza. Yo mismo bebí con placer sendos vasos luego de estar tan acalorado. Hora y cuarenta cinco minutos después (habíamos perdido tiempo valioso en sacar las brasas y alargamos la cocción por si las moscas), desenterramos el asado. Yo estaba nervioso porque estaba en juego mi credibilidad de improvisado chef. Me concedieron hasta el honor de ser el destapador oficial de la batea. Fue ver el color de la carne (pollo y cerdo para contentar a todos) y sentir los deliciosos aromas para que el cansancio se me fuera de los brazos. Misión cumplida, me dije y me alejé del sitio en busca de una chela bien fría. Al poco rato me buscaba un plato sumamente colmado, me consta que me sirvieron más que a otros, y me sentí algo avergonzado. El chef se lo merece murmuró alguien, pero yo repliqué que el mérito era de las tías cocineras que sin su sazón, el chanchito podría saber igual que un terrón sin condimento. Callaron los cantorcillos y su guitarra, callaron los perros y pajarillos. Hasta se podía oír el suave murmullo de los molles acariciados por el viento. El ejército del hambre había sido vencido rotundamente. Sólo había que ver la cantidad de vagonetas y camionetas apostadas en fila a la entrada, que aquello parecía una reunión de narcos, según alguien atizó con socarronería.Al día siguiente, ya en casa, corroboré que mis gloriosos zapatos Merrell habían claudicado: las plantillas de goma se desprendieron por partes debido al suplicio del calor. Pero fue la makhurka (agujetas) –inverosímil, por unas cuantas paladas para alguien que está algo curtido con fierros- que se cebó con mi espalda la que me hizo calcular que había hecho ejercicio para el resto del año. Las rutinas del gimnasio, en contrapartida, habían sido como calistenia, nada más.Comí como un descosido. Para la causa (ganar unos kilos), me dije.
--------------------------------Otrosí; la preparacion del asunto, en estricto orden procedimental (ese lechuguino de azul oscuro es su servidor):