La luz inconexa me deslumbra sobre la montaña descubierta caen a borbotones las hojas secas trufadas de amarillo y deshechas vencidas por las manos de agosto, de aquellos que han venido a ver la muerte. El sonido del tráfico envuelve las flores azules que se marchitan ahogadas entre los balcones fríos y altos de la ciudad ruda, vendida como sus habitantes, estrafalarios, payasos sin circo acercando sus narizotas a ventanas opacas que muestran más allá las vidas rotas de maniquíes obscenos hasta ayer vivos descuartizados y ensamblados por piezas a menudo ridículas pies pequeños cabezas grandes sin ojos ni orejas ni mirada absurdos vestidos con sus mejores galas para exhibirse sin pudor muertos de frío y ateridos en la nieve oscura de cientos de miradas perdidas.